Todos los pueblos, todas las comunidades y todas las naciones se identifican por símbolos comunes: las banderas, los estandartes, los himnos, muchos de ellos creados deliberadamente para enaltecer una historia o un personaje con intenciones políticas o de propaganda, otros surgen de la imaginación popular y/o del inconsciente colectivo y no reclaman derechos de autor.
Todos ellos son, valga la licencia, como “los logos de la publicidad” de nuestros días.
En México tenemos, por supuesto, una bandera tricolor que representa un capítulo de la historia-leyenda de la fundación de la nación con el águila y el nopal, claves fundacionales de la gran Tenochtitlán, y por supuesto tenemos también nuestro propio himno nacional. Se supone que todos los mexicanos conocemos ambos y que con ellos nos identificamos.
Sin embargo, si quisiéramos encontrar otro auténtico símbolo de unidad nacional tendríamos que acudir a una imagen religiosa: la de la Virgen de Guadalupe que, independientemente de su origen, identifica a todos los habitantes de un país multicultural, multiétnico y diverso ideológicamente.
De Tijuana a Mérida no habrá quien no reconozca esta imagen como símbolo de la mexicanidad: pobres y ricos, blancos, mestizos, criollos, judíos y seguramente hasta practicantes de religiones orientales, encuentran en esa imagen una representación de nuestra historia común. Depositario del pasado, del presente y del futuro, consuelo en nuestras circunstancias actuales y fuente de esperanza de un mejor futuro en cualquier orden de nuestra vida, en nuestras enfermedades, penurias sentimentales, justas deportivas, problemas políticos.
No en balde hoy un grupo político se ha apropiado de un sinónimo de la Virgen: “Morena”, consciente de antemano de que, al igual que la identificación del viejo partido dominante que usaba como logo los colores de la bandera nacional, la sociedad mexicana se identifica con Morena, partido político que pretenciosamente se ufana en presentarse como “la esperanza de México” y en el cual militan algunos que antes fueron rabiosos jacobinos, orgullosos defensores a ultranza del laicismo mexicano.
Todo esto se ha ido construyendo a lo largo de más de cuatro siglos en donde, de generación en generación, una gran parte de los mexicanos ha seguido venerando la imagen de “La Guadalupana”, que no es otra sino la virgen María adaptada en una versión nacional y de la que los católicos suelen realzar el hecho de que tal cosa: “No lo ha hecho (la madre de Dios) con ninguna otra nación del mundo”.
Pero más allá de la cuestión estrictamente religiosa, el peso del significado de Guadalupe Tonantzin nos sirve para que en cualquier circunstancia difícil, social o individual, los mexicanos acaben consciente o inconscientemente por confiar en ella como un símbolo de la continuidad de nuestra existencia como Nación.
La exposición que hoy presenta la Alcaldía de Coyoacán, a través de su dirección General de Cultura, nos muestra cómo esta imagen ha sido objeto de tratamientos artísticos múltiples a través de los siglos con distintos valores estéticos; su permanencia como motivo nos habla de la profundidad del arraigo de esta figura.
El visitante de la exposición debe mirarla y admirarla con los ojos con que asiste a una exposición de arte, más allá de sus creencias y convicciones religiosas, y advertir en ella el intento de un pueblo, de una nación, por encontrar su propia identidad.
Coyoacán a 27 de abril de 2022