Mateo, de dos años y con la energía de un niño feliz, brinca desde la orilla de la alberca y se sumerge dentro del agua una y mil veces sin parar. Se siente muy seguro y confiado gracias a los flotis que su mamá le colocó a regañadientes en los brazos.
Al preparar su siguiente salto al agua, más rápido de lo que pude reaccionar, se quitó uno de los flotadores –decidió que le estorbaba– y lo aventó fuera de la alberca. ¡Splash!, se lanzó como siempre, sólo que sintió la angustiosa realidad de hundirse sorpresivamente.
Como en cámara lenta mi mente lo registró y lo saqué tan rápido como pude. Segundos eternos en los que los dos aprendimos la lección. Mateo sobre la utilidad de esos aditamentos que creía una necedad; y la abuela, sobre la fragilidad de la vida.
Así somos los humanos. Decía Borges que no hay un absurdo mayor que la inmortalidad de los dioses, porque cuando crees que vas a vivir eternamente es cuando cometes tonterías. ¡Ah, es cierto! Necesitamos que la vida nos quite un flotador para entonces sí apreciarla. Irónicamente requerimos de las crisis y la fricción, necesitamos sentir el hundimiento, el vacío y tener algún tipo de disonancia, de dolor, porque, paradójicamente, es lo que nos abre a la vida.
Ciertamente si estuviéramos en el paraíso, no nos moveríamos nunca.
Cuando sientes que te hundes —si algo tiene de positivo— suena la campana para que el alma se manifieste.
La mayoría de los que llegamos a los 40 o ya los pasamos, nos hemos tambaleado en alguna área: en el trabajo, la relación de pareja, algún problema de salud, alguna pérdida, un problema con un hijo, algún tipo de adicción o lo que sea, es parte de la vida.
Cuando pasas por una crisis ineludible, como por ejemplo, la de la mitad de la vida, una de las cosas que más te pega es darte cuenta de que eres mortal, que has llegado a la cima de tu edad biológica y que, te guste o no, comienza el mediodía de tu existencia.
Como dijo Nietzsche: “Eres igual que un cerillo, para que puedas vivir tienes que consumirte”. Así es, a ese consumirnos constantemente le llamamos vida. Sin embargo, pasados los 40, al igual que Mateo, sientes que te quitan un flotador. La vida te da un aviso para que la vivas y la disfrutes con intensidad, porque pronto se puede terminar.
De alguna manera, alrededor de los 40 años y a pesar de ti, comienzas a doblarte ante lo implacable del paso del tiempo.
Ahora sí, en cada cumpleaños, festejas vivir un año más y, al mismo tiempo, sientes el pellizco en el estómago porque sabes que significa vivir un año menos.
Este punto de quiebre nos ofrece dos lecturas: la primera es la de la pérdida en varios de sus niveles: pérdida de energía, del gozo de la irresponsabilidad, de los desvelos sin consecuencia o de la urgencia por construir un futuro. La segunda es la lectura de una ganancia: un despertar en la mirada que aprecia el mundo de diferente manera y disfruta la belleza del instante, de lo simple, te das cuenta de que lo que antes te deslumbraba, no es en realidad lo que te hace feliz.
Cuando te resistes a aceptar lo inevitable, te consumes, te quedas sólo con la primera visión y es muy probable que la amargura te invada, o lo que es lo mismo, que la vida te quite el otro flotador y te sientas muerto en vida. Irónicamente, sólo cuando le damos valor a la muerte, le damos valor a la vida. Es por eso que pasados los 40, años, de aceptar la sabiduría del tiempo y de la vida, descubres que, el momento para vivir y ser la mejor versión de ti mismo es: ahora.