Llega un momento en que te cuestionas si todo lo trabajado y sacrificado a lo largo de la vida ha valido la pena. Cuando desde un lugar –al fin– más tranquilo y sereno miras atrás y te das cuenta del costo que pagaste, de manera consciente o no, por recorrer el camino. Y surge la pregunta: “¿Lo valió?”.
Es hasta años o décadas después, ya que la prisa por ser alguien, tener determinado puesto o logro se aplaca y la nube del ego se disipa, que podemos leer con claridad la factura. Ésta se presenta de diversas formas: su favorita se cobra con la salud. Al mantener una visión tubular de la meta por lograr, te llenas de achaques o, como fue mi caso, terminas en el hospital para, después de una batería de estudios, escuchar del doctor: “Lo único que tiene es estrés”.
Otro cobro se da en el tiempo con la familia: te pierdes momentos cruciales en la vida de tus hijos, crees que se repetirán, pero tarde te das cuenta de que se van y no vuelven. Cómo me hubiera gustado que alguien me dijera que la solución no era meter el acelerador, sino el freno, pero la neblina del éxito engaña y desvía por completo.
Ahora soy consciente de aquellos años en los que creí que la rapidez era la respuesta, que llegar primero, ser la primera en cualquier tarea que emprendiera sería lo que me llenaría de satisfacción plena. Sin percatarme de que el placer y la duración de alcanzar esas metas eran semejantes a los de tomar el primer caballito de tequila . En los primeros momentos te sientes bien y crees que si trabajas más y mejor, más y mejor, la satisfacción se multiplicará. Qué risa, sí, cómo no…
A diario, durante muchos años, me subí temprano en el tren de alta velocidad del ruido interno: pendientes, citas, distracciones, consumo, juicios, irritabilidad y, eso sí, eficiencia. Lo irónico es que esa especie de motor prendido en la cabeza sin descanso me hacía sentir importante. Me acostumbré a tal grado a él, que mi cuerpo ya no podía estar un día quieto sin que la mente me lo reclamara, ignorante del costo que irremediablemente conllevaría.
En ese entonces, estar con las amigas me parecía un desperdicio de tiempo. “Tú no sabes estar Gaby –me decía Betty, mi amiga de la infancia–, siempre comes rápido y te vas muy temprano.” En mi interior, su comentario me servía como una forma de auto reconocimiento de mi nivel de “responsabilidad”, ¡qué ciega!
Hoy me doy cuenta de que emborracharte de trabajo, te aleja cada vez más de ti mismo y de tu centro de armonía. Lo irónico es que la sabiduría de la vida, un día te “invita” a detenerte, a respirar y revisar si todo el esfuerzo: los problemas con tu pareja, con alguno de tus hijos o la lejanía con tus amigos, valen la pena. Al desoírla, un ligero desazón toma forma y anida en alguna parte del cuerpo: tensión en el cuello o colitis, por ejemplo. De no prestar atención, el volumen del aviso sube y se convierte, posiblemente, en insomnio o dermatitis nerviosa. Si seguimos ciegos, como fue mi caso, llegan las palpitaciones o la ansiedad, que son el infierno mismo; hasta que sobreviene el colapso. De ignorar dicha invitación a detenerte, la vida de alguna forma se encarga de azotarte contra el piso para que despiertes.
Luego de haber tenido esta experiencia, creo que, si para aprender y valorar lo que significa tener familia y amigos y lo mucho que ambos nos nutren, si para saborear cada momento para vivir con serenidad y comprender que todo lo que por tanto tiempo buscamos en el afuera, se encuentra en el adentro, es necesario visitar el infierno por un rato, entonces sí: todo valió la pena.
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