“Solo somos humanos”, me contestó con una compasión infinita Debby, la directora de estudios de “La ciencia del ser”, en Estados Unidos, durante una convención para maestros. No la conocía, sin embargo, su mirada, acompañada de la empatía en sus palabras, me hizo exhalar con alivio.
Era la primera vez que acudía a ese evento “sólo para maestros”, después de 11 años de estudiar la materia. Me sentía intimidada. Para poder ir, estudié mucho con tal de pasar el examen virtual, que duró ocho horas en una computadora; pero el examen en la vida real lo reprobé por completo, por lo que me sentía una impostora.
A pesar de que sabía muy bien la teoría entera sobre el poder de los pensamientos, el control sobre las emociones, lo que es ser resiliente, todo se fue por la ventana cuando vivimos la crisis de salud de Pablo, mi esposo. Fue como si nunca hubiera estudiado nada de nada. Durante esos días de hospital, aunque por fuera aparentaba calma, la realidad es que viví una ansiedad infinita, insomnio y una angustia que no había conocido antes. Fueron momentos en los que no pude gobernar mis emociones ni mis pensamientos.
La situación me rebasó. Así que, al estar en un evento para maestros, tenía que confesar ante la directora internacional, que no podía ser “maestra” de nada. He hablado mucho, incluso publicado libros, pero a la hora en que la vida me lanzó una prueba mayor y necesité asirme del supuesto conocimiento adquirido, no encontré de qué sujetarme. Reprobé de manera ostentosa.
Con esta experiencia me di cuenta de que hay un abismo entre saber la teoría y ponerla en práctica, de que materializar un conocimiento –supuestamente afianzado en el cerebro–, para modificar una conducta en la vida diaria, es un salto cuántico, por decir lo menos. En especial ante una crisis y sin importar la materia. Mientras no seamos capaces de aplicar en nuestro actuar lo leído y aprendido, al menos dentro de las cuatro paredes de nuestra casa, de nada sirve. Lo único que se obtiene es una soberbia intelectual o espiritual, que lejos de hacernos mejores personas, logra lo contrario.
También me di cuenta de que lo único que no necesita de estudios ni de teorías para trastocar al ser humano y modificar su conducta es el amor. Mas no se puede explicar ni enseñar, se tiene que experimentar y vivir en el alma. Eso sí modifica, fortalece y hace sabia a la persona, incluso ante la adversidad.
Considero que, sin importar la disciplina, la diferencia entre los buenos maestros y los que sólo repiten teorías es que los primeros son congruentes, su sabiduría se trasluce en una presencia que va más allá de las palabras, esa amalgama de cualidades es lo que convence. No es lo que se dice, sino desde dónde se dice. Cuando se ha vivido e incorporado a la vida aquello que nos apasiona, la credibilidad que hace al maestro se transmite y la advertimos por una vía que no es la de la razón. Nuestro ser resuena con esa energía que no se puede aparentar.
Las crisis sin duda nos ofrecen otra ventana hacia nosotros mismos. Una ventana en la que aparecen paisajes que desconocíamos por completo. ¿Cómo pude reaccionar así?, o ¿por qué no actué de determinada manera?
Cuánto necesitamos tener más personas como Debby en el mundo, que lejos de juzgar, reprobar, sentirse superiores por el dominio de una ciencia o la jerarquía, nos muestren con su ejemplo la compasión y empatía.
Ante los desafíos grandes es normal no saber qué queremos ni qué necesitamos o cómo pueden otros ayudarnos. Sin embargo, también sé que, frente a la adversidad: “solo somos humanos”.