Estamos inmersos en algo intangible que, sin darnos cuenta, nos afecta de manera constante para bien o para mal.

El fin de semana me animé a ir sola a la casa en el campo a la que solía ir con mi esposo. A nueve meses de su partida, sólo había ido con mi familia o con amigos, lo que volvía más fácil la experiencia. Llegué de noche, me bajé del auto e inhalé profundo.

Afortunadamente, tengo un comité de recepción que siempre anima mi llegada: cuatro perros. Me reciben con tal alegría, que me hacen sentir como el mismísimo Luis Miguel frente a sus fans. Son cuatro perros que me siguen a donde vaya, que están atentos a cualquiera de mis movimientos. Se me enciman, al grado de no dejar que me acomode en un sillón para leer. Hasta que me pongo enérgica entienden y se aplacan. Ignoro si ellos necesitan estar cerca de mí o sienten que yo necesito estar cerca de ellos. Sin duda, su compañía me envuelve en esa energía intangible, podría decir, de amor, que me hace sentir bien y en casa. Benditos seres sintientes, estoy segura que tienen una sensibilidad mayor a la que les reconocemos.

Por la noche, los perros se quedaron afuera de mi cuarto como guardianes. A pesar de la ausencia física de Pablo, y a pesar de que en la oscuridad nocturna los límites de la casa se pierden y se convierte en una casona, sé que él está ahí, en cada rincón del hogar que durante 30 años reconstruyó y restauró. Puedo ver su mano en cualquier lugar al que volteo, tanto en el interior como en el exterior. Con esa mentalidad y sentir, aquel día concilié el sueño.

A la mañana siguiente, salí a la terraza en la que solíamos desayunar y en la que una mesa con dos o más lugares solía esperarnos. La confrontación con un solo plato me dolió. Visualicé mi realidad. Volví a inhalar profundo y me senté. Por su puesto, acompañada de mis cuatro perros que me distrajeron y me regresaron al presente. Me tendré que acostumbrar.

Mi primera reacción fue tomar el celular para defenderme del momento. Me di cuenta de que era huir de mi realidad. Lo solté.

Para mi sorpresa, un viento fuerte comenzó a soplar, lo que hizo que las ramas de los árboles se movieran como si bailaran. Además, miles de pequeñas plumitas se desprendieron de las plantas que conocemos como plumeros o Pampa Grass, parecían pequeños copos de nieve que flotaban en el aire. La belleza de la escena hipnotizaba. Era como si la naturaleza me quisiera expresar su apoyo y como si Pablo me mostrara su amor y presencia. Al menos así lo imaginé, lo que me hizo sonreír. De nuevo el intangible, en forma de viento.

Hay muchas maneras de nombrar al “intangible”: Dios, conciencia, amor, esencia, lo que sabemos que existe, pero que, como el aire, no podemos ver y que es la causa cuyo efecto se refleja en cuanto toca. Está en todos lados, adentro y fuera de nosotros. En las montañas, tanto como en los pulmones. Es más grande que la individualidad.

A mediodía acudí a una comida en casa de unos amigos. A algunos no los conocía, no obstante, su hospitalidad me hizo sentir bienvenida. Me percaté de que cuando dos o más personas se juntan, surge ese intangible que, como pegamento, nos hace quedarnos horas en la sobremesa. Y cuando hay un desencuentro, el intangible desaparece y es el vacío lo que lastima y separa.

El intangible, en fin, es lo que provoca sentir la presencia del ser amado, que los perros te sigan, que los árboles parezcan moverse solos o que las plumitas en el aire se dirijan con intención a algún lugar. El intangible, si queremos percibirlo, siempre está ahí para nosotros.

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