Hay personas, historias, anécdotas que parecen traernos un mensaje que, sin saberlo, necesitábamos escuchar. Así fue la experiencia que tuve con el maestro Puran Bair, a quien conocí en un retiro al que acudí.
Con el plato del desayuno en la mano, me animé a sentarme en la misma mesa larga de madera en la que él se encontraba junto a su esposa Susanne. Un poco intimidada por su personalidad seria y retraída, al mismo tiempo que atraída por su conocimiento, comenzamos a platicar. Su afabilidad, atención y energía me abrieron la puerta. “Platícame acerca de ti”, me dijo. Le comenté el privilegio de dedicarme a lo que me apasiona, de sentir que, a través de mi trabajo puedo ayudar a las personas. Le comenté del manuscrito que entregué hace dos meses a la editorial, el cual, a diferencia de los anteriores, lo escribí desde un lugar de vulnerabilidad, sin máscaras o armaduras que me protegieran.
Este nuevo título no contiene investigaciones o estudios de universidades o expertos en diversas materias, lo que de alguna manera siempre fue un escudo tras el que me resguardé. Cuando fue el caso de promoverlos o dar una conferencia al respecto, el camino me parecía sencillo por las veces que lo había transitado. Ahora no. Ahora es diferente. ¿Qué voy a hacer con un libro en el que sin protección alguna expongo mi fragilidad absoluta? Incluso me cuestiono si, al no ser terapeuta ni tanatóloga y con sólo narrar mi propio proceso, podré ayudar a las personas ante una pérdida.
La respuesta de Puran, me dejó perpleja:
“Participé como meditador en una investigación de la Universidad de Kassel en Alemania en 1997, para demostrar que es posible radiar luz visible desde el área del pecho, bajo ciertas circunstancias. El experimento se realizó en una cámara totalmente oscura, a una temperatura de -25º C. Las mediciones se llevaban a cabo con una computadora conectada a un aparato con un tubo fotomultiplicador de muy alta eficiencia y otros elementos técnicos. Mi meditación la haría con un método centrado en el corazón.
“Me desnudé para que la luz fluorescente de la estática que pudiera generar la ropa no afectara el experimento. Durante un periodo de diez horas me concentré en la meditación en lapsos de 10 a 20 minutos, con descansos. Los resultados fueron incipientes y erráticos: entre 37,000 y 45,000 fotones por segundo.
“Frustrados, los investigadores y yo dimos por terminado el experimento. Nos fuimos a cenar a casa de uno de ellos. Noté que el hijo de cuatro años de mi amigo bajó a saludar con una gripa fuerte.
“Al día siguiente me desperté con una gran revelación. El niño necesitaba luz para curarse. Le llamé a mi amigo para pedirle que repitiéramos el experimento y a las 8:00 a.m. de nuevo estábamos ahí.
“Con el niño en mi mente, me concentré en ‘mandarle luz’ por medio de la exhalación de mi corazón para sanarlo. A la media hora de haber iniciado la meditación, el conteo de fotones de luz se elevó a 100,000 fotones por segundo de manera franca y consistente hasta que la meditación terminó. Fue fácil. No tuve que hacer el gran esfuerzo de concentración del día anterior. ¿Cuál fue la diferencia? Tan sencilla como compleja e inexplicable: la intención de ayudar al niño. Ésa es la diferencia, Gaby, y es todo.”
Con los ojos abiertos y sin parpadear, enmudecí. Su testimonio de vida me daba la respuesta que necesitaba escuchar. La intención amorosa es lo que abre el camino a los fotones para iluminar, dar vida y congruencia a cada uno de nuestros actos. Y, cuando surge del corazón, como el aparato, lo registramos de inmediato.