Cuando le preguntaron al maestro Zen Po-Chang cómo lograr la cara de satisfacción que el Buda tiene, respondió: “Muy sencillo: es como ir arriba de un buey en busca de un buey”.
La respuesta en primera instancia nos parece absurda, tan absurda como pensar en que el sol pida luz, el océano busque agua o que el viento pida aire fresco. Parecería una broma de la creación, sin embargo, en nuestro día a día es una realidad que soslayamos.
Desde la antigüedad, el ser humano ha buscado la felicidad como busca unos lentes que trae sobre la nariz. Grandes maestros como Buda, Jesús o Krishna –quien en el hinduismo es la encarnación del gozo y del amor–, comenzaron su búsqueda del amor, la felicidad y Dios como cualquier mortal y cuando se les reveló la verdad seguramente rieron a carcajadas. Comprendieron que aquello que buscaban por el mundo siempre estuvo dentro de ellos. Es decir: somos lo que buscamos.
Si caváramos más profundo en las diferentes corrientes religiosas que han existido a lo largo de la historia de la humanidad, si fuéramos más allá de las creencias, los temores, las culpas y los dogmas que cada tradición espiritual contiene, veríamos que en el fondo todas se tocan y coinciden. En el corazón de ellas lo que vive es la totalidad del amor, la perfección, la riqueza infinita del espíritu y del gozo; a lo cual cada una, a su modo, ha nombrado Dios.
Pero estamos ciegos a darnos cuenta de que, como gotas del océano, todos y cada uno formamos parte de Él y es lo que somos. De comprender bien esta broma cósmica, veríamos que nos reta a soltar los miedos, las dudas y todo aquello que contamina la mente. Nos percataríamos de que por todos lados nos lo grita, nos sacude para que nos demos cuenta, o bien, nos seduce para abrir los ojos y despertar y ver que, en efecto, somos lo que buscamos.
Sin embargo, perseguimos dicha felicidad plena en el exterior, en el otro, en las posesiones o en el poder, pero vivimos dormidos. La realidad es que no somos un cuerpo, tampoco somos una mente temerosa que no para un segundo de pensar.
¿Te imaginas querido lector, lectora, lo que pasaría si nos diéramos cuenta de que el amor, la paz y la felicidad siempre han estado y estarán dentro de nosotros? ¡Daríamos de brincos! Como si un día nos anunciaran que tenemos sin utilizar una cuenta de banco de muchas cifras. Es decir, somos felices cien por ciento del tiempo; el problema es que no nos damos cuenta. Las nubes en la mente opacan nuestra felicidad.
Sin embargo, en la felicidad hay tres niveles: placer, satisfacción y gozo.
1. El placer es la felicidad del cuerpo. El placer es individual y no existe por sí mismo. Siempre tiene que haber algo que lo encienda: un aroma, el contacto con los cuerpos, el sabor del café, el canto del pájaro o la contemplación de la belleza. Es fugaz y huidizo; tan rápido como llega se va.
2. La satisfacción es la felicidad del mundo. Siempre requiere de una razón, de un “por qué”. Te sientes satisfecho cuando terminas una tarea, cuando tu hijo gana en el futbol o cuando sales de una crisis.
3. El gozo es del espíritu. Esta es la verdadera felicidad, eterna, constante y atemporal. Proviene del interior y no requiere de nada, más que de respirar el momento, de detener el tiempo con la conciencia, de estar presentes en esos instantes en los que experimentamos aquello que nos produce placer o satisfacción y agradecimiento. En ese momento el gozo surge e impregna todas nuestras células.
¡Cuánta razón tenía el maestro Zen Po-Chang!: el gesto del Buda proviene de reconocer el buey arriba del buey.