¿Qué tienen la música, el ritmo, los sonidos que ejercen un gran poder sobre nosotros? ¿Alguna vez has sentido la urgencia incontrolable de pararte a bailar al escuchar determinada canción? Es como si un hechizo se apoderara de ti, sin opción a rehusarte. Y acabo de descubrir que bailar puede ser la fuente de la juventud que tanto buscamos.

Entiendo que es una invitación que no a todos mueve, al menos con esa urgencia, sin embargo, estoy segura de que, al rendirte a la magia de la música, y soltar el cuerpo para que se exprese como desea, te cargas de energía, te elevas, te abre, te conecta contigo, con el alma y con algo indescifrable.

Un cuerpo inmóvil. Un cuerpo en movimiento. De eso se trata. Cuando dejamos de sacar provecho a las miles de articulaciones, músculos y huesos, el cuerpo se pone triste y se cierra, cada vez más. Por ende, somatizamos las molestias en alguna parte y éste envejece más rápido.

Mover el cuerpo de cualquier forma, te da gozo. Es otra manera de hablar, de expresarnos. En lo personal, me he aferrado al movimiento como terapia. Por las mañanas, ni lo pienso. No le doy oportunidad al cuerpo de reclamar. Al nadar o andar en bici, siento que libero energías negativas, pensamientos que intoxican , y emociones que encarcelan. Entonces, éste me lo agradece y lo devuelve en bienestar.

Sin embargo, hacía mucho tiempo que no experimentaba lo que el bailar te da. En especial en conjunto. Con motivo de mi cumpleaños, invité a un grupo de amigas a comer. Hacía tiempo que, por la pandemia, la falta de eventos o conciertos masivos, desconexión con el propio cuerpo, o un achaquito por aquí o por allá, no bailábamos, lo que hizo que, para algunas, levantarse de la silla fuera todo un reto. No obstante, por invitación forzosa de un animador, todas —o casi todas— lo hicimos.

Paulatinamente, y a pesar de que hacía frío, el misterio y la magia de la música hicieron su trabajo. Una vez que la música nos atrapó, nos transportó a épocas pasadas, “movíamos el instinto de barbarie arrullado en nuestras vidas sobrias —como diría Virginia Wolf—, en un segundo nos olvidamos de siglos de civilización y nos rendimos a esa pasión extraña que te manda a dar vueltas locamente por el cuarto”.

Mientras movíamos el cuerpo al ritmo de la música, observé la cara de felicidad de todas; a la vez, recordé la historia que a cada una le ha tocado vivir. A estas alturas, todas hemos visitado, cada quien, a su manera, los terrenos del dolor. Sin embargo, al bailar, reconocí su fortaleza y resiliencia de heroínas. Con el baile, las penas desaparecen por completo y el tiempo y el espacio se esfuman. Sólo disfrutamos el presente.

El transcurrir del tiempo había alejado a algunas de nosotras, pero, al bailar en grupo, recuperábamos la cercanía. Bailamos en círculo como adolescentes, libres de cualquier juicio y movíamos la cabeza hasta despeinarnos y nos conectábamos por medio de una especie de sororidad.

Esa tarde descubrí que bailar puede ser una fuente de juventud. La edad se vuelve irrelevante, es un antídoto para la soledad, una manera de desintoxicarnos de penas y amarguras, de celebrar la belleza de la vida; es una vitamina para el alma y el cuerpo, una expresión de alegría, de encuentro y celebración; es también terapéutico por la catarsis que provoca y por la liberación emocional que significa.

Lo dicho: hay que bailar más, solo por estar vivos. ¿Se necesita valor? Sí. Sin embargo, sí logramos superar la conciencia del supuesto ridículo, descubrimos un disfrute sin igual.

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