Una epifanía no pide permiso: llega, como regalo de la vida, un momento o una persona. El hecho es que nos toma por sorpresa. En cambio, hay ocasiones en las que, por más que deseamos y procuramos tener una revelación, ésta nos elude, bajo la premisa que sostiene que, entre más la buscas, menos aparece.
El día de su boda, el novio entró al templo tomado de la mano de su papá. Era la primera vez que yo asistía a una ceremonia de la comunidad judía y no sabía qué esperar. La escena salía de lo convencional. Sin embargo, conmovía saber que Sara, la mamá del novio, había fallecido meses atrás. No obstante, estoy segura de que ella estuvo ahí.
En el momento en que la novia desfiló por el pasillo acompañada de sus papás, la energía del templo cambió. El intercambio de miradas de amor entre los novios, así como entre sus padres, inundó el recinto por completo y contagió a todos los presentes, como si el sentimiento se materializara. He asistido a muchas bodas, he visto a muchos novios amorosos, pero la inocencia, la ilusión, la autenticidad de esta pareja nos envolvió a todos.
La ceremonia terminó con rituales y tradiciones, para después pasar a la fiesta. El baile de la pareja y de los novios sucedió de manera diferente a la acostumbrada: el novio después de bailar con la novia, bailó con su papá. Con la canción de fondo “Señora, señora –de Denisse de Kalafe– a ti que me diste tu vida, tu amor y tu espacio...”, padre e hijo se abrazaron, lloraron y nos hicieron llorar a todos.
Me encantó que ellos se dejaron llevar por lo que sentían. En una ocasión tan trascendente se permitieron la libertad para expresar algo tan natural como el amor y la solidaridad. ¿En qué momento el machismo se infiltró en la mente para hacernos pensar que una escena así era imposible? Cuán necesario es romper los roles arcaicos y abrirnos a las emociones que por siglos han buscado libertad para expresarse.
A los dos minutos, la canción se cortó a la mitad para dar paso a otra con ritmo de festejo y celebración. En ese instante, padre e hijo se separaron y el ambiente cambió. Me llamó la atención la felicidad plena que había en sus rostros, así como en el de los familiares que se unieron para acompañarlos en la pista. Todos en círculo y entrelazados brincaban para celebrar el amor y la nueva vida que comenzaba.
Me capturó la actitud de los protagonistas porque no era una fachada –eso de inmediato se nota y se siente–, el gozo provenía del corazón, como si nunca hubieran padecido una pena. Las expresiones de los novios durante el baile impregnaron de magia un acto que puede llegar a ser muy formal, estudiado o carente de autenticidad, cuando se le da importancia a la forma y no al fondo. Tal como en un rezo, las palabras repetidas de manera mecánica no significan nada, lo que les imbuimos al pronunciarlas es lo que crea el hechizo. ¡Qué lección! La escena se congeló en mi mente. “Esa es la vida”, pensé: el amor y el dolor son caras de la misma moneda. Si queremos ser felices nos corresponde aprender a vivir la tristeza y el gozo al mismo tiempo.
La fiesta regaló a los invitados una muestra del significado del amor, así como de una actitud vital y de la unión familiar. Elementos que nos regresan al presente para apreciarlo y atesorarlo tanto en los momentos de tristeza como de felicidad, cuando el tiempo se borra y la sabiduría se encuentra.
Vivir y morir, amar y perder es lo que nos toca como parte de la vida.