Estoy de nuevo frente al lago helado que hace cuatro años visité con Pablo, mi esposo. En esa ocasión, una mañana muy temprano, salí a caminar a sus orillas con paso acelerado, debido a la baja temperatura. En el camino me rebasó una señora regordeta montada en su bicicleta; ella iba ataviada con un vestido amarillo de algodón ligero y manga corta que se ondulaba con el aire al andar. “Qué frío”, pensé al verla. Me dejó atrás.

Al seguir mi paso, metros adelante me volví a topar con la misma bicicleta, pero recargada sobre un árbol junto a una brecha que descendía al lago. La seguí con la mirada y me encontré con la mujer, de unos 60 años, quitándose el vestido amarillo con todo desparpajo y aventándose al lago como Dios la trajo al mundo. Me quedé pasmada. Primero, porque el día anterior me había enterado de que el lago estaba a 10º C y, segundo, por la hora (7:00 a.m.) y el frío que hacía. Continué mi camino, llena de admiración por su valentía.

Más adelante, me topé con una señora estadounidense que venía en sentido contrario al mío y se hospedaba en la misma casa de visitas que nosotros. Le conté con asombro lo que acababa de ver. “¡Será en mi otra vida!”, me alcanzó a decir en voz alta. Nos reímos y cada una continuó su camino. De pronto, su frase me golpeó en la mente: “¿En la otra vida, en la otra vida?”. Y algo dentro de mí se negó por completo a aceptarla. “La vida es hoy”, me dijo una voz. “¿Serías capaz de aventarte?”, me retaba.

“No, sí, no… ¡claro que sí!, en esta vida.” La enormidad del lago y la hora de la mañana hacían sentir que no había nadie más en el mundo. Busqué una brecha que descendiera al agua y con entusiasmo y terror me despojé de lo que traía puesto. “Si la señora pudo, yo también”, me decía. No traía toalla ni un pedazo de tela para secarme después. No importaba. Metí un pie al lago, luego el otro, avancé entre las piedras hasta que el agua me llegó a la cintura, la respiración se me cortaba, “ya pasó lo peor, ahora el cuerpo entero”, me dije. La mezcla de gozo acompañada con la sensación de tener un paro respiratorio me imprimió el momento en la memoria.

Hoy revivo ese gozo que me invadió, que era como tocar una dimensión desconocida. En los 360º que mi vista abarcaba, ¡no había nadie más! Toda esa belleza: las montañas, la inmensidad, la neblina baja y el bosque que se veía desde el agua, era sólo para mí. La sensación de fundirme con ese todo me hizo olvidar por completo la gelidez del agua. Empecé a reír a carcajadas. Lo había logrado. Y cuando lo recuerdo, vuelvo a sonreír.

Me vestí como pude, con la dificultad de hacerlo con el cuerpo empapado y entumecido. El desayuno se servía a las 8:00 a.m. y Pablo ya me esperaba. Entré al comedor con una sonrisa de oreja a oreja. “Qué cara de felicidad traes”, me dijo. Le narré lo que traía conmigo: la inmensidad, las montañas, la neblina, la mujer del vestido amarillo y el agua, mientras él abría los ojos y levantaba las cejas.

Luego supe que para los lugareños esas zambullidas son de lo más normales, mucha gente las practica por las mañanas, porque le ayuda a la circulación de la sangre, les eleva las defensas, les quita dolores en el cuerpo y demás.

Cuatro años después, estoy de regreso, frente al mismo lago. “En esta vida”, recordé. Y por la mañana, salí a caminar a la misma hora que en la otra ocasión y repetí la hazaña.

Después entré al restaurante. Ya no tengo a quién contárselo, pero el gozo que volví a sentir al sumergirme en esas aguas heladas me hizo imaginar que Pablo me señalaba de nuevo mi cara de felicidad, mientras me escuchaba con los ojos abiertos y las cejas levantadas: “Gracias –me dice–. Gracias por hacerlo en esta vida”.

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