La invitación a una meditación guiada con música en vivo, en medio de la naturaleza, me pareció todo un privilegio. Una joven muy preparada sería nuestra guía. “La meditación durará más de una hora”, nos dijo. Me pareció eterno, dudaba si aguantaría.

Nos sentamos en círculo, con los ojos cerrados y cubiertos por un antifaz para facilitar el “dejar ir” los estímulos exteriores. Comenzamos a respirar de manera lenta y profunda, como nos indicó la guía, al tiempo que los músicos empezaron a tocar. Me sentí agradecida de estar ahí en ese momento y en ese lugar. El talento de los dos músicos que acompañaban y dirigían la experiencia rebasa las palabras para describirlo. No los conocía, se llaman Awaré. Su música llegaba al alma y nos tomaba de la mano para explorar lo profundo de la conciencia.

El aire fresco pasaba y nos acariciaba. Con los ojos cerrados descubríamos mejor el ambiente del entorno. Los sonidos de los pajaritos se percibían con todo detalle y la mente, al seguir la melodía, se liberaba de los pensamientos, para abrir puertas interiores que rara vez deseamos atravesar. Umbrales que nos conducen a un lugar interior de paz omnipresente en nuestra vida.

Ignoro el tiempo que había transcurrido cuando la música me llevó a sentir una energía que provocaba que el tórax se moviera ligeramente en círculos, como si obedeciera una orden. Era algo extraño. Lo había experimentado con anterioridad en un par de meditaciones profundas como ésta, acompañada de música en vivo.

“Es la energía kundalini cuando despierta”, me dijo después nuestra guía. La meditación profunda o la práctica de yoga kundalini, de acuerdo con la cultura yogui, mueve la energía dormida a lo largo de la columna vertebral. La sensación es muy liberadora.

Una hora y un poco más, cuando la guía hizo sonar el cuenco de bronce, me pareció que habían pasado sólo 20 minutos. En ese estado de duermevela, cuando apenas regresaba a la “conciencia consciente” y estando aún sentada, estiré las piernas y doblé la espalda para tocarme los pies. En eso, me tomó por sorpresa el abrazo de una amiga que estaba junto a mí y también permanecía sentada en el mismo estado.

Sentir sus brazos en mi espalda, su empatía y conexión, me abrió una puerta interior que sólo el amor abre. Comencé a llorar como hacía meses no me lo permitía: desde el estómago. Me di cuenta de que todavía tengo mucho dolor guardado en el cuerpo, el cual mi mente no había reconocido o no había querido reconocer. Ignoro por qué nos defendemos siempre de la vulnerabilidad, cuando es lo que más nos conecta, une y alivia.

Lo que es un hecho, es que el dolor busca salidas y, de no encontrarlas, nos intoxica el cuerpo. Se tiene que echar fuera, hay que abrirle camino, de lo contrario, hace daño o se somatiza en dolencias y enfermedades. El tipo de llanto que experimenté, no se piensa, no se elabora, no pide permiso.

Ese día 27 de febrero, Pablo cumplía nueve meses de haber fallecido. Al igual que en un parto, cuesta trabajo que el dolor vea la luz; las lágrimas nos ofrecen una manera de exorcizarlo al rendirnos a él.

“Las lágrimas son nuestro lenguaje más primario en momentos tan implacables como la muerte, tan básicos como el hambre y tan complejos como un rito de transición”, escribió Rose-Lynn Fisher, en The Topography of Tears. En su investigación revela que hay varios tipos de lágrimas, las de dolor contienen un analgésico natural, por eso alivia tanto llorar.

Cuánto agradezco haber recibido ese abrazo, esa meditación entre amigos con una guía preparada y esa música que acunaba el alma

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