En ocasiones basta narrar o escuchar a un amigo contar una anécdota, una “casualidad”, para despertar en las personas los recuerdos de vivencias similares. Así funciona la mente. Decía mi maestro Ricardo Chávez que los recuerdos son como el ámbar que escurre por la corteza del árbol: atrapan y solidifican lo vivido. Siempre y cuando en la experiencia haya habido un sentir, porque, de otra manera, el suceso se olvida. La escritura de esos recuerdos hace que se nos revele algo. Descubrirlo es por lo que hoy lo escribo.
Esa noche me reuní con varias parejas de amigos que hace tiempo no veía. Solíamos frecuentarnos en eventos relacionados con el turismo, ocupación de todos ellos y de Pablo, mi esposo. Me sentía intimidada por ese primer encuentro a solas con ellos. El encuentro era en Mazatlán. El motivo, la inauguración del Gran Acuario, de mi querido amigo Neto Coppel, quien tardó diez años en construirlo y convertirlo en una realidad que asombra tanto como el mejor del mundo.
Impactada por lo que había vivido aquella mañana en el aeropuerto, se los platiqué a mis amigas sentadas alrededor de una mesita en el bar del hotel. Todos los que hemos perdido a un ser querido identificamos esas “casualidades” que a veces no exteriorizamos, por sentir que son algo muy íntimo o por temor a ser juzgados. Pero, como decían los mayas, el amor es lo único que trasciende del plano terrenal al celestial. Lo creo y lo sé. Es así que llegamos a percibir la presencia del ser amado en un aroma, un recadito escrito encontrado de manera fortuita, la letra de una canción que parece hecha especialmente para que la escucháramos en ese momento, la formación de una figura en las nubes, un colibrí o una paloma que se posa con insistencia ante nuestra vista. En fin, sucesos que bien podríamos calificar de mágicos, coincidencias o casualidades. Cada cual los interpreta de acuerdo con sus creencias.
“Buenas tardes, señora Vargas, bienvenida, soy Pablo González y estoy a sus órdenes”, escuché la voz cordial de quien me atendía en el mostrador de la línea aérea, mientras distraída maniobraba con mi maleta. Me quedé paralizada. “¿Cómo –volteé y vi el nombre bordado en el chaleco amarillo de su uniforme–, en serio es 'Pablo González'?”. El nombre de mi esposo apareció precisamente en la ocasión en la que emprendía el primer viaje con nuestro grupo de amigos. Sonreí con asombro. La noche anterior la había pasado en familia con mis nietos foráneos, para celebrar el Día de Gracias y había añorado en especial la presencia física de Pablo. Caray, ¿cuáles son las probabilidades de que ese día, a esa hora, en ese momento, me encontrara con un señor muy amable que se llama igual que mi esposo?
Cada día me convenzo más de que la muerte no existe. La esencia que en verdad somos, esa que al cerrar los ojos identificamos y no envejece ni cambia, es perfecta y armoniosa, no muere. Esa es la vida y es eterna. Es una energía, una presencia que nos acompaña siempre de una manera sutil y que, de estar atentos y conectados con el momento presente, podemos percibir.
Al escribir la experiencia, como bien dice Ricardo, reafirmo que las casualidades no existen. Según Carl Jung, las experiencias que vivimos no suceden al azar, sino que son sincronías de dos dimensiones, el encuentro de una, en la que no existe el tiempo ni el espacio, con otra, en la que el tiempo y el espacio son fundamento de nuestro existir.
“Buenas tardes, señora Vargas, bienvenida, soy Pablo González y estoy a sus órdenes”. Y sé que Pablo lo dijo de verdad: “Bienvenida… Soy Pablo… aquí estoy”.