¿Cómo experimentas el alma en la vida diaria, la casa, el tráfico, fuera del tapete de yoga, de una iglesia o un templo? ¿Por qué experimentar tu alma cuando podría sonar a un lujo ridículo que agregar a la lista de pendientes del día?
Me gusta la manera en que la poeta polaca Wislawa Szymborska, premio Nobel de Literatura 1996, lo expresa en su poema “Unas palabras sobre el alma”, e inicia con la frase que titula esta entrega: “Alma se tiene a veces”.
Por más meditación, oración y buenas intenciones al levantarnos, nuestro “piloto automático” entra y cubre su luz con una manta gruesa, para pasar el día adormecidos y ausentes de la vida.
Quizá enterramos el alma bajo una tonelada de pensamientos incesantes y asuntos de trabajo; o ésta permanece secuestrada bajo la luz artificial de una pantalla; o la ignoramos si sentimos que todo está bien y no tenemos necesidad de buscarla.
Esa falta de alma durante el día es la causante del vacío existencial que nos despierta a las 3:00 de la mañana, sin que sepamos apuntar exactamente el origen.
He de confesar que así pasé esta semana. Y me di cuenta de que no tenía un tema sobre el cual escribir. Para escribir es necesario abrir un espacio al alma y ver con sus ojos, escuchar con sus oídos o percibir desde su esencia la perfección de las personas y la naturaleza. Para mí, es un ejercicio que me obliga a abrir los ojos, escuchar y escuchar-me.
Pero el alma, como dice S zymborska, “es quisquillosa”: “(…) Rara vez nos asiste/ en las tareas pesadas,/ como mover los muebles,/ cargar las maletas/ o recorrer caminos con zapatos apretados”. Y agrega: “Cuando el cuerpo nos empieza a doler/ escapa sigilosamente de su hora de consulta”.
Al mismo tiempo, como dice la poeta: “Podemos contar con ella/ cuando no estamos seguros de nada/ y tenemos curiosidad por todo”. Sin embargo, para que nos acompañe durante el día, se requiere llamarla. Con algo tan simple como difícil: poner atención. “Ser feligreses de la iglesia sagrada del notar”, como dice una amiga. Esto significa estar presentes, conectados con el afuera por medio de un hilo de conciencia.
El domingo salí a andar en bicicleta al campo. Recorrí un camino que he transitado muchas veces y que cambia de aspecto de acuerdo con las estaciones del año. Lo conozco con la tierra seca y dura como el barro, con las huellas de caminantes o de herraduras de caballo marcadas, lo que dificulta el paso. Lo he transitado lleno de hojarasca o inundado de lodo y agua. En esta ocasión, sus pastos verdes eran tan altos y cerrados debido a las lluvias que la visibilidad estaba obstruida por completo. La posible existencia de raíces de árboles, piedras, hoyos, troncos y demás obstáculos soterrados que podían provocar una caída me hizo poner atención y estar presente.
Bastó un segundo de interés y contemplación para darme cuenta de la generosidad del alma, que de inmediato me regaló una revelación. En el camino, como en lo cotidiano, se requiere una buena dosis de confianza en la vida y en una misma para continuar el pedaleo a ciegas. No hay de otra.
Wislawa termina su poema al alma así: “No dice de dónde viene/ ni cuando se irá de nuevo, pero es evidente que espera esas preguntas. Según parece,/ así como ella a nosotros, nosotros a ella/ también la necesitamos”.
Sí, alma se tiene a veces. Traigámosla a la vida diaria, mientras vamos a una cita, conversamos o cocinamos. El favor será mutuo. Mientras ella nos regala un sentido más pleno de existencia, nosotros le damos a ella la confianza para que nos guíe cuando la vida nos pide transitar a ciegas.