Vivimos en los tiempos de la posverdad, de los datos alternos, de la realidad alterada. No hay día en que no nos topemos, aún sin buscarlos, con los fake news que alimentan nuestra jornada informativa. Unos son descarados, como las cadenas de WhatsApp o los mensajes en redes sociales que provienen de fuentes tan burda y obviamente falsas que nadie en su sano juicio debería tomarlas en serio, pero que aun así encuentran réplicas al por mayor.
Otros son un poco menos evidentes, pero no resisten la prueba de la verificación: una rápida búsqueda en internet, una consulta de fuentes alternas de información que rápidamente las desenmascaran. Para quien tenga el ánimo y la disposición de hacerlo, claro, porque somos consumidores indiscriminados de noticias y por lo tanto susceptibles a caer en más de un engaño.
Pero las peores falsedades, las más oprobiosas, las que más daño causan, son aquellas que tienen un vago y lejano fundamento en la realidad, a partir del cual se toman enormes licencias. Al plantearse así hacen más difícil desenmascararlas como mentiras, y dejan secuelas que pueden llevarnos a tomar decisiones equivocadas o a juzgar incorrectamente hechos o personas. Esas son las medias verdades a las que me refiero en el título de este texto, amables lectores.
¿Cuál es su propósito, su objetivo? A veces tienen un fin propagandístico, que puede o no ser político o comercial. Un rumor acerca de una persona, una institución o un producto puede generar adeptos o, con mayor frecuencia, provocar desconfianza, escepticismo. Aquí nos encontramos lo mismo con versiones imaginativamente aumentadas de algún hecho cierto o de exageraciones sin fundamento alguno pero presentadas de manera que resultan creíbles.
El objetivo de corto plazo resulta entonces bastante sencillo de adivinar: generarle opinión favorable o adversa al gobierno o a un partido/candidato, hacer que la gente consuma más o menos de un producto o provocarle franco rechazo al mismo. A veces la causa puede ser de lo más noble, como la protección del medio ambiente, pero aprovechándose un poco de la ingenuidad o la credulidad del público. Sin embargo, cada vez es más común encontrarnos con “noticias” que buscan descaradamente la polarización, la confrontación. A veces desde la comodidad del anonimato que brindan las redes sociales, a veces dando la cara (y el nombre y apellido), el discurso radical y violento anida en donde se le permite, un poco como aquellos pájaros cucos o cucúes que depositan su huevo en el nido de otras aves para que ellas lo empollen sin saber con lo que se van a encontrar más adelante.
Y así nos pasa con las noticias falsas, que van dejando sus secuelas invisibles al principio e indelebles después: los prejuicios, la discriminación, el rechazo a quienes piensan diferente, la radicalización y la polarización de las ideas y posturas públicas y privadas. No las vemos llegar pero después no las dejamos ir: nos van tiñendo la percepción hasta dejarla irremediablemente manchada.
¿Qué hacer al respecto? Cuestionar, preguntar, verificar, corroborar. Contrastar datos. Leer a personas con quienes no necesariamente estemos de acuerdo. Intentar la empatía. Juzgar menos, escuchar más. Y recelar. Recelar de todo aquel que nos ofrezca salidas y soluciones fáciles a problemas complejos. Desconfiar de quien nos ofrezca narrativas en que el bien y el mal son absolutos, en las que no hay matices ni circunstancias.
Y salir. Salir de nuestras burbujas, de nuestros círculos concéntricos, de nuestras cámaras de eco. Salir, recorrer, ver las cosas con nuestros propios ojos, escuchar de viva voz lo que los demás tienen que decir.
Las mentiras, las medias verdades, están en todas partes. Pero la realidad también, y al alcance de nuestras manos y de nuestras mentes. Solo tenemos que abrirlas para dejarla entrar.
Analista político. @gabrielguerrac