Seguramente estará usted, como estoy yo, querida lectora, querido lector, con el ánimo patrio un poco apagado. Es comprensible: llevamos más de seis meses en un encierro frustrante e incómodo, sin clara perspectiva de cuándo y cómo va a terminar. Si usted es además como yo, no estará planeando grandes festejos ni reuniones, porque es una persona consciente y responsable de lo que hacerlo implica, para usted y para los demás. Y si hizo gran pachanga la noche del 15 entonces no estará en condiciones de leer este texto, así que podemos continuar.

Una noche de Grito con las plazas vacías será un duro recordatorio de los alcances de la crisis que vivimos. Los niveles de crispación política también lo son, y esos no comienzan ni terminan con las celebraciones. En un momento en que el país debería estar más unido que nunca, tanto el gobierno como sus críticos y opositores se dedican al golpeteo, a la descalificación, a la distracción mediática.

Muchas líneas he dedicado a ello los últimos meses como para repetirme ahora, tarde de 15 de septiembre, mientras disfruto un mezcal oaxaqueño acompañado de unos cacahuates de la tierra de mis antepasados, Chiapas, y reflexiono acerca del país que podríamos tener, si a construirlo nos dedicáramos en vez de dejarnos distraer.

Un país un poco, o un mucho, más justo, que recompense adecuadamente el trabajo y sepa proteger e impulsar a quienes nacieron en la desventaja. Un país que castigue en serio a quien infringe la ley, pero que lo haga en serio, no con los niveles insultantes de impunidad. Un país en el que las mujeres puedan caminar por las calles con tranquilidad, en el que no tengan que recurrir a los extremos para exigir lo que merecen, lo que les corresponde. Un país más solidario, en el que las tragedias nos enseñen de lo que estamos hechos, y que lo que salga a la superficie sea la casta y no el cobre.

¿Sueños guajiros? No tienen por qué serlo, si solo nos ocupáramos un poco más de lo que nos toca hacer y un poco menos en escudarnos en el pretexto constante de lo que no hacen los otros. Si dejamos de descalificar a quienes piensan distinto y empezamos a preguntarnos por qué lo hacen, si tratamos de entender cómo es que hay tantos mexicanos que son diferentes a nosotros y que son igual de mexicanos, merecen el mismo trato, el mismo respeto, hayan votado por quien hayan votado.

He tenido la fortuna, a lo largo de mi vida, de recorrer varias veces el país, de conocer muchos de sus rincones, de conocer sus maravillas y carencias, de ver el esfuerzo de quienes no tienen nada que no se hayan ganado con su trabajo diario. Y al verlo, al recordarlo, sé que no es una ilusión pensar en un país más justo, más solidario, más prospero. Un país que nos enorgullezca, que nos haga sentir que lo que hacemos vale la pena más allá de nuestra satisfacción individual.

La materia prima está ahí: 120 millones de personas que quieren eso mismo que les acabo de describir en estas breves y mal escritas líneas. Por ellos, por nosotros, trabajemos para que el grito que hoy resonará en televisores y altavoces se haga un día realidad:

¡Que viva México!

Analista político.

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