Hace cosa de once meses, el 25 de mayo de 2020, un video espeluznante comenzó a recorrer las redes: un policía blanco con su rodilla presionando el cuello de un hombre negro postrado en el suelo, minuto tras interminable minuto, ignorando sus quejidos y suplicas, hasta que nueve minutos y medio más tarde el detenido estaba muerto, asfixiado por el peso del policía, pero también por el de un sistema de procuración de justicia que invariablemente da un trato diferenciado a ciertos grupos étnicos.
La gran diferencia en el caso de la muerte de George Floyd a manos —es un decir— del agente de la policía de Minneapolis Derek Chauvin es que los testigos no se conformaron con observar la tragedia que se desenvolvía frente a sus ojos, sino que tomaron cartas en el asunto. Varios de ellos increparon al agente y a sus compañeros, otros más trataron de ayudar o aconsejar a Floyd, pero algunos hicieron lo aparentemente más simple y que al mismo tiempo transformó el episodio: sacaron sus teléfonos móviles y se pusieron a grabar lo que pasaba.
Los videos del incidente pusieron de cabeza a un país que ya cargaba con el enorme lastre de su historia de discriminación institucional, hecho más pesado por el discurso de choque y confrontación por un lado y por el otro de simpatía con los movimientos supremacistas blancos que emanaba de la Casa Blanca en que habitaba Donald Trump. El desgaste había ido en aumento y la muerte de Floyd hizo que ese frágil tejido se rompiera.
Las masivas y con frecuencia violentas movilizaciones despertaron de su letargo a un sector de la sociedad en que convivía el resentimiento con la resignación ante las muestras cotidianas de racismo, de violencia policiaca, de doble vara para medir conductas similares de blancos o de negros, de hispanos o asiáticos. La falacia del melting pot, las fallidas ilusiones provocadas por la llegada a la presidencia, una década antes, de Barack Obama, se topaban a diario con la realidad, pero súbitamente estaban cruelmente ejemplificadas por un video que hoy todavía ofende y lastima a quien lo vea.
El estallido no se hizo esperar y millones de personas salieron a las calles y plazas, se organizaron, se movilizaron, retaron abiertamente al presidente Trump, pero no solo a él sino al sistema entero. Muy probablemente uno más de los factores que le costaron la reelección fue su mala lectura del movimiento y su decisión de caldear aún más los ánimos en su intento por beneficiarse electoralmente del temor de las clases medias blancas, y en menor grado también hispanas y asiáticas, ante la magnitud de las marchas y la violencia esporádica que fue amplificada por los medios afines a Trump.
Todos sabemos cómo terminó la aventura trumpiana, lo mucho que dividió y polarizó, los odios y temores que sembró y cosechó. Sabemos también que la victoria de los Demócratas podría ser efímera y que las semillas que más fácilmente germinan son las de los prejuicios y la confrontación.
Por todo eso es una muy buena noticia que, tras un juicio rápido y una breve deliberación, el jurado haya encontrado ayer culpable al hombre que mató a George Floyd y de paso señalado que ese tipo de conducta policiaca no solo no es aceptable, sino que es literalmente criminal. Los respiros de alivio se han escuchado por todo el país ante el resultado de un juicio que muy pocos cuestionan y que ha contribuido significativamente a reducir la tensión que ahí sigue latente.
Pero el juicio en sí poco ha hecho para cambiar ideas y actitudes preexistentes. El asesino de George Floyd será castigado como merece, pero todo lo que lo llevó a cometer ese brutal acto de abuso policiaco sigue ahí, agazapado.
Analista.
@gabrielguerrac