Imagínense ustedes, queridos lectores, una tormenta tremenda en altamar. El cielo se cierra, la visibilidad es prácticamente nula y no se atisba el horizonte de lo cerradas que están las nubes. Toda comunicación con otras embarcaciones y con distintos faros y puertos da el mismo resultado: las condiciones climatológicas son las mismas en todas partes, la incertidumbre ocasionada por la obscuridad va creciendo, y aún aquellos que cuentan con mejores instalaciones y grandes recursos económicos están a la merced del huracán.
Un poco es ese el panorama que nos plantea a nivel global la pandemia, y estamos por lo tanto a la merced de, por un lado, la calidad y fortaleza de nuestras instalaciones (incluida por supuesto nuestra embarcación) y por el otro en manos de lo que el capitán de nuestro navío decida hacer, del rumbo que tome o no, de la manera en que conduzca y se conduzca entre el oleaje y la falta de claridad. En tinieblas, pues.
Los y las capitanas tienen en común que dicen todos saber qué es lo que hay que hacer, el cómo y el cuándo. No se ha visto todavía a alguno que se declare incapaz o incompetente, si bien hay algunos que están evidentemente perdidos o que niegan la existencia de la tormenta misma por duro que les azote. Algunos optan por aventarle dinero al problema, otros a la investigación científica, otros más al sentido común. Quienes mejor han sorteado el oleaje suelen ser mujeres al mando, si bien no hay reglas absolutas, y todos o casi todas están, también a la merced de la conducta de sus tripulaciones y pasajeros, ya que es bien sabido que ni el mejor navegante puede solo contra la tempestad.
Siguiendo con esta alegoría, y teniendo como barco a México, Andrés Manuel López Obrador está capitaneando, y ha decidido que la mejor manera de salir de la tormenta es siguiendo con el rumbo y ritmo decididos antes de entrar en ella. No se disminuye la velocidad, no se mueve un ápice el timón, no se hace caso de murmullos de la tripulación ni de los reclamos, algunos airados, de los pasajeros, especialmente de los de primera clase, que se sienten con el derecho a exigir que el barco se mueva conforme a sus deseos.
Para el presidente mexicano, las dos claves que todo lo resolverán radican en la lucha contra la corrupción y en la austeridad que él llama republicana y que algunos consideran más bien franciscana. Atrapa a uno que otro pez grande para alimentar y distraer, reduce gastos aunque sean indispensables para la buena operación, y, por encima de todo, no vacila, no duda.
¿Es eso bueno? ¿Es lo que requiere México ante esta crisis sin precedentes? Seguramente ya habrán ustedes leído y escuchado argumentos contundentes, que no necesariamente convincentes, a favor o en contra del camino tomado por el presidente. Quienes opinan a su favor lo hacen con el mismo fervor, por no llamarle fanatismo, que quienes opinan en contra. No hay puntos medios y pareciera que todos se sienten dueños de la verdad absoluta.
Solo que en este caso, considerando las condiciones de nuestra embarcación y de nuestra infraestructura portuaria además de la falta de alternativas probadas (porque TODO mundo está navegando a ciegas) tal vez lo que necesitamos es un poco más de sano escepticismo y un poco menos de certidumbres iluminadas.
Como en aquellos antiguos mapas que señalaban que a partir de cierto punto comenzaban los dragones marinos, o que se acababa la superficie del mar o del planeta, lo que hoy estamos viviendo es incierto e impredecible.
Lo único que yo sí les puedo segurar es que vamos todos en el mismo barco, o en el mismo naufragio. Ya lo veremos.