Vaya revuelo el generado a raíz de las declaraciones de Pedro Salmerón, en ese entonces todavía director del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, quien se refirió al comando guerrillero que intentó secuestrar y terminó asesinando a Eugenio Garza Sada en 1973, como un grupo de “jóvenes valientes”.
La desafortunada declaración no solo le costó el puesto a Salmerón, sino que generó una oleada de comentarios y reacciones viscerales que en vez de aportar a un mejor entendimiento de uno de los periodos más convulsos de la vida política y social moderna de México, terminó enredando y enlodando un capítulo histórico que merece mucho más análisis y profundidad.
La falta de Salmerón fue magnificada por algunos y sacada de contexto por otros, pero su reacción no le ayudó: en vez de explicar el sentido de sus palabras y de ofrecer disculpas a quienes hubiera ofendido, optó por el silencio elevado al cuadrado: cerró de inmediato sus cuentas en redes sociales y dejó que fuere el INEHRM el que diera una tardía e insuficiente respuesta a una declaración que tocó fibras muy sensibles en el de por sí tenso y polarizado ambiente que se respira hoy en el mundo de la política y el empresariado.
Más allá del sainete específico, y digo sainete por el nivel de algunas de las ofensas y las defensas dirigidas a Salmerón, lo cierto es que nos debemos una discusión seria y sin apasionamientos acerca del significado de las guerrillas en el proceso de transición del México de partido único y monolítico al gradualmente plural y políticamente diverso que nos permitió llegar, después de muchas décadas de esfuerzo y retórica, a la democracia competitiva (y ciertamente imperfecta) en que hoy vivimos.
Observo dos errores de origen en mucha de la argumentación en torno al tema de la guerrilla mexicana de los sesentas y setentas del siglo pasado: de un lado están quienes ven una lucha por la democracia y las libertades, por el otro quienes solo miran a terroristas inspirados por el comunismo internacional. Simplifico deliberadamente para evidenciar los extremos, pero la mayoría de lo publicado en los últimos días se acerca en demasía a uno de esos dos extremos maniqueos.
Después del periodo armado pos-revolucionario, no fue sino hasta la llegada de Plutarco Elías Calles que México se acercó a la institucionalización de su vida pública. Al cooptar a la mayoría de los caudillos y sus movimientos armados, Calles llevó las batallas a la arena de la componenda y del famoso péndulo que permitía que cada cuatro años primero y después cada seis, nuevos grupos se hicieran del poder político y económico. El arreglo institucional callista perduró con diversas fachadas hasta mediados de los años ochenta, cuando junto con los edificios de la Ciudad de México se cimbraron también los fundamentos del “partidazo”, dando paso al inicio de la transición.
El esquema de Calles y sus sucesores toleraba ciertos niveles de disenso y hasta de oposición, pero dentro de rígidos limites que sofocaban la competencia electoral o parlamentaria y asfixiaban cualquier movimiento social que se saliera mínimamente de las trancas. Así fue como lo mismo el movimiento almazanista en 1940 que los intentos de organización y movilización de médicos, enfermeras, maestros y ferrocarrileros (encabezados éstos últimos por el legendario Demetrio Vallejo) en los cincuentas y sesentas fueran reprimidos inmisericordemente.
El momento culminante de esos procesos de movilización y organización social se da en el tristemente célebre 1968, cuando más allá de los trágicos acontecimientos del 2 de octubre el gobierno opta, como solía hacerlo, por la vía de la persecución y la violencia institucional. Esa fue la guerra sucia originaria, de la que poco se ha hablado en estos días.
Es en ese contexto de décadas de cerrazón, mano dura y represión descarada que diversos grupos e individuos llegan a la conclusión de que las vías tradicionales de organización y lucha política han dejado de ser viables. Algunos se retiran, resignados. Otros se pliegan, por conveniencia o temor. Otros —los menos— se van literalmente a la sierra, a buscar una salida, la que sea, en el clandestinaje o la lucha armada.
Ahí comienza esta historia, que algunos creen que se puede resumir y resolver a tuitazos. (Continuará…)
Analista político. @gabrielguerrac