Si es usted aficionado a los deportes, querido lector, sabrá que hay un personaje (o varios, dependiendo de la disciplina) universalmente vilipendiado. Los jugadores, los técnicos, el público se quejan siempre y le culpan de sus malos resultados, el público lo vilipendia y le atribuye toda suerte de intereses inconfesables, e incluso los equipos vencedores suelen decir que ganaron a pesar suyo.
Pero si usted ha practicado alguna vez un deporte competitivo, ya sea de manera casual u organizada, sabrá también que ese personaje es indispensable para que las cosas fluyan, para evitar que la partida termine en pleito, que cada quien interprete las cosas a su antojo o, como en la primaria, que el dueño del balón se lo lleve si los demás jugadores no acceden a sus caprichos.
Ese personaje al que se acusa y ofende es, obviamente, el árbitro. Tiene que cargar con el rechazo y la sospecha de los participantes, con el hostigamiento del público, incluso con reglas que no siempre son las más correctas o justas pero que le toca aplicar. Lo suyo no es la búsqueda de aprobación o popularidad, sino de respeto, y ese respeto se gana con una conducta imparcial y lo más cercana posible a lo intachable. Puede equivocarse, pero no debe hacerlo con dolo ni con mala intención, y debe también entender que de su comportamiento en cada partida que le toca juzgar depende no solo su propia reputación, sino la de todos sus colegas.
Los jugadores tienen también una responsabilidad que parte no solo de la ética sino también del sentido práctico: si desconocen al árbitro están de paso desconociendo las reglas del juego, y sin un estándar común y parejo para todos, no hay competencia posible: se vuelve todo la ley del más fuerte, el imperio del capricho y de quien más fuerte pega, grita o se queja, solo que en la vida pública las cosas no son para siempre: el que hoy es fuerte ayer fue débil o lo será mañana, y en su debilidad solo tendrá una defensa posible: la de reglas claras y un árbitro que las aplique y al que todos obedezcan.
México no es precisamente ejemplar en eso de obedecer a la autoridad. Tenemos una tristemente bien ganada fama de falta de civismo y de poco apego a la legalidad. Hay muchas teorías y posibles explicaciones al respecto, y no pretendo explorarlas en este texto, salvo para subrayar que la única manera de terminar con la muy añeja y muy mala práctica de la trampa necesitamos instituciones sólidas, respetables y respetadas. Aplica a lo cotidiano, aplica al ejercicio de gobierno y especialmente ahora a lo electoral.
Nuestro complejo, caro y alambicado sistema electoral tiene de hecho dos árbitros, con atribuciones diferentes y en teoría complementarias pero que con frecuencia se contraponen. Tanto el Instituto Nacional Electoral como el Tribunal Electoral de la Federación están ahí para establecer las reglas, aplicarlas y sancionar a quien las incumpla. Suena sencillo, pero las reglas pueden ser confusas, su interpretación a veces flexible y su aplicación digamos que variable. La misma composición de ambos órganos es cuestionable, ya que de la composición ciudadana se pasó a una fórmula de cuotas de partidos que ha complicado y a veces puesto en duda la imparcialidad.
Muchas cosas se les pueden criticar o cuestionar, pero son los árbitros en funciones en este momento. A pocas semanas de la jornada electoral es un despropósito cuestionarlos, impugnarlos, hostigarlos. Lo hace desde el poder el presidente de la República, lo hace desde la calle el impresentable candidato de Morena a la gubernatura de Guerrero, los acompaña en el absurdo el presidente de ese partido.
Hacen muy mal: independientemente de lo que resulte del malhadado intento de candidatura de Félix Salgado Macedonio (y escribo esto antes de conocer la resolución del INE al respecto), sin árbitro no hay juego posible.
Analista político.
@gabrielguerrac