Dice un viejo refrán acerca de la relación México-Estados Unidos que ambos países somos muy buenos vecinos: nosotros somos los buenos, y ellos son los vecinos.

Como pocas veces antes, la sabiduría popular resultó cierta en estos últimos cuatro años. La presidencia de Donald Trump fue como la de un rinoceronte en una tienda de porcelanas, dicho sea con perdón de los rinocerontes. Todo aquello que se venía construyendo con enorme cuidado y esmero durante décadas cayó en pedazos, y fueron necesarios enormes esfuerzos y sacrificios de la parte mexicana para conservar cuando menos lo más esencial de la relación: un acuerdo comercial imperfecto pero operante, flujos fronterizos predecibles y ordenados, y la apariencia, que solo era eso, de la colaboración conjunta en materia migratoria y de seguridad.

Digo que en apariencia porque, como es bien sabido, el bully que ocupó la Casa Blanca hasta el día de ayer forzó a México a hacer una serie de concesiones en la aplicación de controles migratorios, so pena de decretar unilateralmente aranceles a los productos que exporta a Estados Unidos, lo cual puso los pelos de punta no solo al sector empresarial de este lado de la frontera, sino a todos quienes de una u otra manera dependen de una relación económica y comercial tan absorbente y asimétrica como la que tenemos con el vecino del norte.

Lidiar con Donald Trump debe haber sido una pesadilla para los presidentes Peña Nieto y López Obrador. Con todas mis diferencias y discrepancias, estoy convencido de que ambos actuaron con la prioridad de evitarle daños mayores a nuestro país y a la relación, que tiene que continuar independientemente de quien sea el ocupante de la Casa Blanca.

La llegada de Biden y los Demócratas al poder significará muchos cambios en el tono y en el fondo de la interacción binacional, y este es un buen momento para replantearnos la que seguirá por siempre siendo nuestra relación con nuestro más grande y predominante vecino. Hay grandes oportunidades en temas como el medio ambiente, donde la visión de Biden es de avanzada y probablemente discordante con la de AMLO, en materia de seguridad y combate al narcotráfico, donde agendas e intereses de ambos países probablemente choquen, y en materia migratoria y de ayuda para el desarrollo, en la que ambos presidentes tienen enormes coincidencias.

Con todos sus buenos propósitos, Biden será un presidente tremendamente acotado por la coyuntura (pandemia, crisis económica), por la resistencia de los Republicanos a trabajar con él, pero principalmente por el problema estructural y de fondo del extremismo de derecha y la cada vez más peligrosa radicalización de grupos que, además de su irracionalidad, rechazan de plano al sistema democrático y, cosa nada menos, están armados. Ya mostraron de lo que son capaces con el asalto al Capitolio el 6 de enero y son probablemente la mayor amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos. Viven, desde ya, con el enemigo en casa.

Pero México no debe tratar de sacar ventaja de la complicadísima situación que enfrentará Biden, sino concentrarse en un plan de mediano y largo plazos para construir con nuestro vecino un entendimiento que nos haga más pares y menos vulnerables a los caprichos políticos del momento, o del cuatrienio.

Es una labor que requiere mucho más que solo aptitudes diplomáticas y capacidad de operación cotidiana: se trata de un gran plan maestro para nuestra relación con la que todavía es la nación más poderosa del planeta.

Espero sinceramente que alguien ya se esté ocupando del tema, pero, recordando a ese gran internacionalista que fue José José, lo dudo.

Analista.
@gabrielguerrac