Con septiembre arrecia el nacionalismo ramplón y el fanatismo soberanista que justifica la devastación populista de la democracia y el Estado de derecho. Las reformas para militarizar la Guardia Nacional, eliminar la independencia del poder judicial y los organismos autónomos han suscitado la preocupación internacional. Desde la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hasta las Naciones Unidas, asociaciones de jueces y juristas internacionales, pasando por nuestros socios y amigos en Norteamérica, Europa y América Latina, así como influyentes medios de información han alzado la voz para advertir sobre las graves consecuencias de estas reformas para los derechos. La respuesta de los personeros más importantes del gobierno y su partido político ha sido rechazar estas manifestaciones como intromisiones de “extraños enemigos” y erigirse en gladiadores que combaten toda clase de “masiosares” y otros fantasmas.

El nacionalismo revolucionario, que ya se había quitado algunas de estas telarañas, se envuelve en la bandera uniéndose a la típica borrachera para defender lo indefendible: que el mundo y los disidentes se callen. Silenciar con gritos estridentes a los otros, mexicanos o no mexicanos, que piensan diferente. La orgía nacionalista va adornada por la izquierda hipnotizada por el obradorismo, colgada de las cuerdas colgantes del astabandera.

La antigua noción de soberanía tomó cuerpo filosófico gracias a Jean Bodin, entre otros, en los tiempos de la aparición del Estado nación hace poco más de quinientos años. Al consolidarse los imperios y las naciones, se afirmó esa identificación hacia adentro que hizo posible demarcar identidades extrañas entre sí. De esa raíz rancia se nutre el nacionalismo. Pero las fuerzas de la globalización abren horizontes que minan al Estado nación. Desarrollo científico, cambio técnico, digitalización global, migraciones y capitales rompen las fronteras. Los soberanistas regresivos luchan contra la globalización, digamos, “a lo bestia”, explotando los fuegos artificiales del aislacionismo. Llevan entre sus filas a Trump, Le Pen, López Obrador y Putin. Pero la globalización sigue y seguirá y será cada día más la base de cambios fundamentales en la idea de soberanía. El Estado nación va reduciendo día con día su capacidad de gobernar y por ello tiene que incorporar a los otrora extraños de los que no puede vivir al margen ni en guerra permanente. Es imposible detener el progreso científico y técnico, las migraciones masivas entre países y regiones del mundo o el cambio climático y sus efectos. Imposible imaginar que la gente en todo el mundo deje de comunicarse entre sí con las tecnologías cada vez más potentes.

La autarquía es un sueño de tiranos y retrógradas. La realidad es necia e insiste: el Estado nación ya toca sus límites históricos y lo que viene es la construcción de ciudadanías transnacionales inscritas en las causas postnacionales de los derechos humanos, el ecologismo, la igualdad de género y muchas más. Otro tanto aparece en los organismos e instrumentos internacionales que serán cada vez más necesarios y activos. El verdadero problema no es detener la globalización, sino gobernarla, lo que será imposible sin rebasar lo nacional, incluido lo “nacional-popular”.

¿Acaso los millones de mexicanos en el extranjero, 98 porciento en Estados Unidos, no merecen una política exterior que los represente? ¿No debería México desplegar propuestas para atender las diásporas propias y ajenas? ¿Ser una parte de Norteamérica no amerita una política de modulación activa de la integración? Si Europa consiguió la unidad en un continente más diverso y adverso que América Latina, por qué atascarse en un bolivarianismo fijado en el pasado, fracasado desde el origen —y no con Chávez, sino con Bolívar mismo—, en vez de innovar para para el futuro.

La arrogancia soberanista es parte de esa farsa llamada “socialismo del siglo XXI”, que nació muerto. Es un síndrome de la impotencia de quienes prefieren el suicidio lento en la miseria y la tiranía al desafío de actuar en el rumbo global. La soberanía de la 4T no rebasó al neoliberalismo, sino que queriéndolo negar, le dio la razón. Es la soberanía de la regresión.

Investigador del IIS-UNAM.

@pacovaldesu