Con la ministra presidenta Norma Piña en la defensa de la Constitución.
AMLO ha dicho en repetidas ocasiones que su Presidencia es un gobierno del pueblo. Como los buenos populistas, lo dice con la ambigüedad necesaria para que cada uno entienda cualquier cosa y, al final de cuentas, nadie sepa lo que quiere decir, pero que la invocación de esa abstracción sirva para justificar sus acciones. En el tiempo transcurrido desde que era candidato vitalicio hasta la Presidencia no ha dejado de usar el vocablo para identificarlo con su persona. En los momentos más ardorosos de su eterna perorata llegó a decir “ya no me pertenezco, soy de ustedes”, frase cuya primera cláusula repitió Claudia Sheinbaum en campaña. Esta embustera fusión imaginaria ha tenido la función de crear un vínculo afectivo con sus seguidores y, a medida que se profundiza y extrema, se hace etérea y volátil, independiente de la realidad. No importa lo que haga bien o mal el líder del pueblo, al final son uno y lo mismo. Los más fanáticos están, así, dispuestos a seguirlo hasta la ignominia.
El “pueblo” en boca de López Obrador ha ido adquiriendo tintes cada vez más sectarios. A mayor crítica o disidencia, mayor ira y desdén del presidente contra aquellos que por criticarlo o no seguirlo a pie juntillas son los “enemigos” del pueblo. No obstante, quienes están dispuestos a mantener la fidelidad son cada vez menos que el día de la unción del prócer, como vimos en las elecciones de 2021.
Contra el fanatismo populista del presidente y en aras de la sensatez vale aclarar algunas cosas que no por añejas son bien sabidas. De la precedencia temporal de la población respecto de los acuerdos políticos con que nos gobernamos no se sigue que la Constitución dependa de la “voluntad del pueblo”, como quiere nuestro aspirante a mono-arca transexenal. La población no es el pueblo. El pueblo es una entidad política y no prepolítica. Sin la Constitución la población es una masa de gente indiferenciada. El pueblo que invoca el populista (de izquierda o de derecha) es un ente prepolítico. El pueblo nace con la Constitución o no es pueblo. El pueblo es el efecto de la Constitución.
El pueblo mexicano existe gracias a su Constitución y es dueño de sí mismo por ella y conforme a ella. El Estado es su Estado y con él se gobierna. Es soberano y democrático por encima de autócratas y oligarcas, aunque estos existan. Fuera de la Constitución, el pueblo es inexistente, multitud amorfa y paleopolítica. Atendiendo a la historia y a la historia de las revoluciones democráticas, el pueblo nace con la Constitución cuando esta instituye la igualdad y delimita a los poderes privados y públicos. Inglaterra en 1688, Francia 1789, Estados Unidos en 1776, Europa en 1848, Iberoamérica entre 1810 y 1900 —a las que se añaden las revoluciones democráticas pacíficas— son pruebas de lo afirmado. Todas estas revoluciones tuvieron como finalidad limitar el poder y trasladar la soberanía al pueblo mediante constituciones democráticas. Una gran ausente fue Rusia en 1917, porque fue abortada por los bolcheviques.
Desde que Carlos Marx inmortalizó el “bonapartismo” para denominar el viejo fenómeno del cesarismo, los populismos han sido movimientos reaccionarios que han detenido el desarrollo democrático y han causado grandes desastres. A esa estirpe pertenece el obradorismo que amenaza con descarrilar las elecciones de junio bajo la ancestral argucia de que AMLO es el mismísimo “pueblo” en movimiento —“soy de ustedes”—. Aspira a instaurar el despotismo que de una monarquía absoluta, partiendo del sofisma de que el pueblo, o sea su persona, es el que hace la Constitución y no al revés, como lo evidencia la historia de la igualdad. Sus aspiraciones reformistas anticonstitucionales y las de su bancada legislativa transpiran esta mentira. Llevada al extremo, la lógica populista conduce a la dictadura y en el camino arrasa el poder de los ciudadanos. La supremacía de la democracia constitucional es el antídoto que le debemos anteponer el 2 de junio.