Al PAN le dieron fiebres diversas al enfrentar el ejercicio del poder. Desde que ganó elecciones tuvo que vérselas con realidades muy distintas a las que su estrecha visión admitía. Y no me refiero a la visión de los fundadores, que fue mucho más allá de lo que sus dirigentes actuales conocen y pueden imaginar, sino a la miopía que ahora —se anuncia— se recoge hacia adentro. No encuentran alternativas al pensamiento y la acción de la generación que los llevó al poder, entre quienes figuraban Luis H. Álvarez y Manuel J. Clouthier, entre otros, ni a sus escisiones, como la de Efraín González Morfín —¡cuya fotografía aparece en su página web, en lugar de la de su padre, el fundador Efraín González Luna!—. Afirmar identidades desde un presente lleno de mea culpa facilita ignorar la podredumbre propia y lavarla en agua bendita o en el secreto del confesionario.

La declaratoria de su presidente de que en adelante caminarán sin alianzas con otras siglas augura otro futuro de parroquia y sacristía. Aunque en su página oficial declaran estar en renovación, abiertos a la sociedad y a los jóvenes, a realizar primarias abiertas —sin duda un signo saludable—, no hay en ella ningún documento que hable de sus renovadas propuestas, de sus razones políticas, de sus ideas fundamentales que ya no admitirían la “mancha” de alianzas pecadoras. En un lugar perdido de la web aparecen los “principios de doctrina” de 1939. Extraña que esos principios no sean traducidos a su praxis actual ochenta y cinco años después. Quizás ocurre así porque, como han señalado varios, la mercadotecnia es lo de ahora: nuevo escudo (que recoge la estética de las tiendas de conveniencia), pero ningún documento de fondo, ninguna propuesta o llamado concreto que pueda despertar el interés del ciudadano.

Antes de que se los arrebatara Morena, el PAN gobernó en muchos municipios y no pocos estados; ha tenido bancadas nutridas en las legislaturas estatales y nacional y ha gobernado al país en dos periodos consecutivos. Los gobiernos panistas de 2000 a 2012 crearon instituciones relevantes como los órganos autónomos ya desaparecidos INAI y Coneval, o el Inegi, que subsiste. Se fortaleció la independencia del Poder Judicial y se hizo la reforma constitucional más trascendente en materia de derechos humanos (2011) que efectuó un giro de 180 grados al reconocer que el Estado no los concede; los reconoce. Estas y otras más fueron aportaciones indudables al desarrollo democrático que se derrumbaron con el soplo populista.

Pero hay un lado sombrío de sus gestiones. Por una parte, ocultan una promesa incumplida (¿o traicionada?), que el presidente Fox hizo el 5 de febrero de 2001 cuando señaló que el país requería una “reforma integral del Estado” que sometiera el ejercicio del poder a la nueva democracia y “que actualice el instrumental jurídico que fue diseñado para una realidad política ya rebasada”. Esa propuesta se estrelló con la continuidad de las prácticas de poder, casi como si nada hubiera pasado. El debate parlamentario que esta reforma suponía nunca se motivó con la prometida propuesta del presidente. El peor legado constitucional del autoritarismo, a saber, el poder concentrado que impide la expansión de los derechos permaneció intacto. Por otro lado, dieron por sentada una “normalidad democrática” sin reparar en la herida de la desigualdad extrema ni en la baja calidad ciudadana. Ambas se mantuvieron prácticamente iguales hasta 2012 y persisten veinticinco años después. En estos dos grandes frentes el PAN perdió la batalla histórica para, a la cabeza de la pluralidad política, dar al país un nuevo orden institucional. En su disfrute del poder, ignoraron la astucia autoritaria, que visualizó perfectamente estas debilidades y, desde el principio, medró con ellas hasta traducirlas en el populismo que ha sepultado el breve encuentro de México con la democracia a la vuelta del siglo. El PAN de ahora se mantiene ciego ante su propia historia. Un futuro de mercadotecnia no le devolverá la vista.

Investigador del IIS-UNAM @pacovaldesu

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