La humanidad inventó el Estado para producir un orden político que permitiera la supervivencia de la especie. Pero eso ocurrió en tiempos tan remotos que ya nadie se acuerda. Sin embargo, en nuestra experiencia cotidiana advertimos las consecuencias de tres cosas que dependen del Estado: 1) una autoridad con gobierno profesional, 2) un sistema legal reconocido y obedecido y 3) el predominio del interés público sobre el privado, realizado en la rendición de cuentas.
Para que estas tres condiciones se cumplan es necesario que se concreten en bienes públicos. En concreto: la administración pública eficiente en el cumplimiento de los compromisos consignados en el contrato social que se comporta de acuerdo con las reglas establecidas del derecho y subordina el interés privado al público. Todo esto se mide por el grado en que el Estado remueve males y proporciona los bienes a que está obligado.
¿Dónde estamos en este respecto? No sólo más lejos del ideal, sino que hemos retrocedido. Consideremos solo dos de las varias obligaciones constitucionales del Estado: salud y educación. Aunque el derecho a la salud es vago, el artículo 4° constitucional lo consagra y la ley agrega el derecho a la protección a la salud. Esto se cumple cuando la persona puede recibir el servicio público que supuestamente garantiza el Estado. Según el estudio publicado en agosto por The Lancet (https://bit.ly/3uulWLv) la cobertura en salud se duplicó entre 2000 y 2016 hasta alcanzar el máximo histórico de 110 millones de afiliados. Al agregar el Seguro Popular (SP) a la salud pública, que cubría a cerca del 45 porciento de la población, otro 45 porciento accedió a los servicios. Sin embargo, al crear el fracasado Insabi para sustituir al “engendro neoliberal”, la cobertura cayó casi un 20 por ciento respecto a 2016. Al desaparecer el SP se desprotegió a 18 millones de personas que en 2016 estaban cubiertas. Esto quiere decir que los bienes asociados a la salud como enfermeras, médicos, hospitales, clínicas y medicinas dejaron de proporcionarse en aras de crear un nuevo sistema. La pregunta elemental aquí es si, suponiendo sin conceder que fuera preferible un sistema exclusivamente público de salud, ¿era necesario borrar de un plumazo al SP en vez de transitar progresivamente (como lo mandata la Constitución en el artículo 4°) para no desproteger a nadie?. Lo que se hizo fue y sigue siendo un disparate desde la óptica de garantizar el bienestar público.
En educación ocurre otro tanto. Ya empiezan a aparecer los estudios sobre los efectos de la pandemia en los educandos. El gobierno de AMLO se negó rotundamente a apoyar con recursos adicionales y metodologías alternativas (a distancia, etc.) a la población escolar para afectar tan drásticamente su aprendizaje durante los meses de cierre de las escuelas. Como resultado, señala el Banco Mundial (https://bit.ly/3SSwiz8), los estudiantes que no pueden leer un texto simple aumentaron 25 porciento, y no hay interés en las dependencias oficiales para formular una estrategia de recuperación del aprovechamiento. La caída en la matrícula escolar cayó 1 porciento después de la pandemia, pero entre los alumnos de las familias con menor nivel educativo el porcentaje de caída se elevó más del doble, a 2.3 porciento.
No se puede culpar al gobierno de la pandemia, pero sí señalar su negligencia para mitigar los efectos del confinamiento en salud y educación. Los retrocesos en los servicios de salud y educativos, ocasionados por la reducción del gasto —para usarlo clientelarmente— y en una visión ideológica y no técnica ni pragmática de los problemas, da fe del incumplimiento del gobierno con la función elemental del Estado: producir bienes públicos. Cuando la falla es por negligencia, estamos ante un Estado opresivo.
¿Cuál proyecto político ofrece a México en 2024 un camino diferente? Es obvio que no el de Morena, que corre en sentido contrario. ¿Será capaz la oposición de construir una propuesta alternativa y atractiva para revertir el desastre? La pregunta exige una respuesta que no llega.