Varias críticas se formulan contra la alianza de PAN, PRD, PRI y organizaciones civiles en las elecciones de 2021. Una proviene del presidente y su interés es desacreditar y, si puede, impedir dicha alianza. Otras se enfocan en que cada partido tiene idearios, programas y propuestas diferentes y hasta opuestas entre sí. A pesar de sus diferencias, a veces ocultas por neblinas mentales y prácticas disímbolas, lo cierto es que tienen un valor común frente al partido en el gobierno: la defensa y recuperación de la democracia constitucional que Morena y su dirigente destruyen cotidianamente. Eso es lo que hoy está en juego.
Hoy por hoy, la gran distinción entre el partido en el poder y la oposición no deja de asemejarse a la que dividió al PRI-partido de Estado de la oposición a la que le era imposible formar mayoría cuando el electorado lo mandaba. Si algo le disgusta y estorba al presidente son las reglas constitucionales que limitan su ejercicio del poder. Uno a uno los órganos autónomos han sido acosados, neutralizados o sometidos. Morena convirtió al Congreso en tapete del Ejecutivo (con excepción del bloque de contención). La Suprema Corte de Justicia está en el filo de la navaja; su fallo sobre la consulta popular para juzgar expresidentes y otras sentencias evidencian que la navaja ya caló hueso. El presidente ha enfrentado a gobernadores de la oposición como enemigos, sin importarle el daño que causa a la ciudadanía de esas entidades. El Instituto Nacional Electoral ha estado en la mira y es cotidianamente desafiado en su autoridad para evitar su función reguladora de los procesos electorales. Todas estas arremetidas definidas desde el poder presidencial han tenido el mismo objetivo: convertir su mayoría en una supermayoría de facto que rompa con el principio de igualdad política que cimienta el equilibrio constitucional.
Durante los veinte años de congresos sin mayoría los partidos políticos habían convenido equilibrios —precarios— al poder. Por omisos u oportunistas les falló a la hora de enmendar o mandar al museo, entre otras, a la joya de la corona (y no es metáfora): el presidencialismo. Las limitaciones a su poder podían ser sostenibles mientras al ocupante de la silla del águila no se le ocurriera mandarlas a volar. La prueba empírica que reprueba a toda la partidocracia está en Palacio Nacional; creyeron que la democracia estaba asegurada; entre omisos y culpables pavimentaron la llegada de un ente capaz de violentarla. Para ellos revertir ese grave error es cuestión de vida o muerte.
Por más diferencias que tengan PAN, PRD, PRI y un gran número de organizaciones civiles, comparten una coincidencia: sin democracia no volverán a competir por el poder más que de a mentiritas. No podrán formar mayorías si no se respetan sus derechos como minorías. El INE ya está en la mira de los demoledores morenistas. Las próximas elecciones serán una disyuntiva entre la sobrevivencia democrática y la restauración del sistema de partido hegemónico, condición que aún no se cumple y que es decisiva para la sobrevivencia de MORENA después de AMLO. De ahí la necesidad vital de la alianza de los demócratas contra la reencarnación del dinosaurio.
La única garantía del pluralismo y el estado de derecho es la democracia constitucional y su arraigo (por demás precario) en la cultura política de la mayoría. Su defensa y aseguramiento es el programa natural de la alianza y no tiene más finalidad que evitar, por vía de la competencia legítima, la mayoría absoluta de Morena en la Cámara de Diputados en la Legislatura 2021-2024.
Sólo así se hará frente al absolutismo populista de un líder entronizado por el pueblo para devolvernos el poder que, contrario sensu, día con día nos arrebata de las manos. De pasada, al PRI no le vendría mal reconocer su largo pasado autoritario y afirmar, así, una profesión de fe demócrata de la que aún se duda —algo que se ha negado a hacer—. Al PAN le sería saludable un regreso a su origen ciudadano para revitalizar el ADN que se le deslavó al marearse en los ladrillos del poder. Y el PRD podría aprovechar para hacer formal divorcio con el nacionalismo revolucionario que lo traicionó una vez más, como lo hizo con sus abuelos en los años cuarenta del siglo pasado después de haber sido ignominiosamente utilizado para defender las “conquistas cardenistas”.
Sin equilibrio de poder no hay igualdad política. La democracia constitucional es el botón que corresponde activar desde el lanzamiento de las campañas. Les corresponde a los partidos de oposición y a la sociedad civil políticamente activa el papel de hacer de la jornada electoral un nuevo “nunca más” al poder hipertrofiado que transfigura ciudadanos mayores de edad en súbditos serviles.