¿A dónde va un país donde el legislativo obtuvo una mayoría mediante trampas y violaciones constitucionales? ¿Qué pensar de un país que reforma su Carta Magna para garantizarle al Ejecutivo una supremacía constitucional?
¿Cuál es el mensaje que manda un régimen que desaparece los contrapesos e instituciones que limitan su poder?
¿Qué busca un gobierno y un legislativo que someten al Poder Judicial con una reforma sustentada en un diagnóstico incorrecto, plagada de graves errores conceptuales y de implementación? ¿Qué resultado tendrá una reforma que buscaba supuestamente mejorar el sistema y que en los hechos estuvo plagada de delitos electorales y en la cual menos del 10% de los ciudadanos participaron? ¿Cómo se podrán garantizar nuestros derechos humanos a tener recursos efectivos ante los tribunales y que sean independientes e imparciales si muchos de los nuevos juzgadores son personas directamente ligadas al oficialismo, carecen de los conocimientos técnicos y la experiencia para ejercer en pleno apego a la ley su cargo?
De manera similar ¿qué podemos esperar ahora que desde el Ejecutivo Federal se anuncia la intención de llevar a cabo una reforma similar a la judicial para el árbitro electoral? ¿Cómo esperar que alguna elección futura cumpla con los principios de objetividad, legalidad, independencia e imparcialidad, si se busca replicar un ejercicio donde prevaleció la corrupción e impunidad?
Y si todo ello no fuese suficiente ¿dónde queda nuestro derecho humano a que no existan injerencias arbitrarias a la vida privada, a vivir seguros y libres, a la libertad de expresión, si el legislativo aprobó al vapor una reforma que permite la intervención y espionaje de nuestras telecomunicaciones de manera discrecional, sin controles ni necesidad de rendir cuentas a la sociedad?
El panorama es desolador desde donde se quiera ver. Si bien no hay plena certeza de adónde nos conducirán este conjunto de reformas, lo que sí queda claro es que con ello, en menos de un año México dejó de ser tanto una república, como una democracia.
Tienen razón quienes afirman que en nuestro país había distorsiones, desequilibrios, e inequidad en la manera en la que se aplicaban los principios clave de una democracia -la igualdad frente a la ley- y que por ello era necesario reformar el sistema. Sin embargo, las reformas que necesitaba el país eran otras, debían sustentarse en diagnósticos objetivos, recuperar la experiencia nacional e internacional y ser implementadas mediante principios básicos de respeto de los derechos humanos.
Por ello, podemos afirmar que las reformas impulsadas en el último año aumentan el riesgo de que nuestros gobernantes decidan violar la ley, atropellar nuestros derechos, perpetuarse en el poder.
Recordemos que en un país no-democrático las reglas se ajustan según convenga al poderoso, las instituciones se someten a su voluntad, incluso la protección internacional de nuestros derechos humanos se vuelve inoperante.
Por lo contrario, la democracia es el único sistema político capaz de garantizar el respeto a los derechos fundamentales, donde el Estado queda acotado por el marco normativo -que respeta los principios constitucionales y los tratados internacionales- y por un conjunto de contrapesos institucionales capaz de corregir y subsanar posibles errores y abusos.
En el imaginario colectivo un país democrático es aquel en donde hay elecciones periódicas, más que aquel donde existe igualdad de las personas frente al marco jurídico. El México de hace 50-60 años es la clara demostración que no basta con que haya procesos electorales definidos, para afirmar que un país es democrático. En nuestra nación había votaciones periódicas sin que nada garantizase que las instituciones se sometiesen a la ley ni que los derechos humanos fuesen plenamente respetados.
En ese México se pudo robar sin consecuencias, amañar elecciones, se detuvo arbitrariamente a los ciudadanos, se fabricaron culpables y nada ni nadie podía defender nuestros derechos.
En el México de los primeros 20 años del siglo se crearon instituciones para limitar el poder de los representantes del Estado y pese a sus fallas, existían los mecanismos para conocer las arbitrariedades, quejarse y eventualmente corregir tales abusos. Lamentablemente con las reformas impulsadas en el último año, dichos mecanismos ya no existen -ni existirán por un buen tiempo-.
Quiero ser claro, el sistema no era perfecto, fallaba mucho, muchísimo, pero era un sistema sensible a mejoras, en el cual muchos mexicanos trabajábamos para fortalecerlo.
Estoy convencido que desde el Ejecutivo y el Legislativo se puede trabajar para dar marcha atrás, para hacer lo correcto y evitar transformarnos en un país autoritario.
El ex Juez de la Corte Europea de Justicia, P.H. Teitgen expresó con claridad hacia el por qué de tal riesgo, “…las democracias no se vuelven un régimen nazi en un dia. El mal progresa progresivamente con una minoría de personas operando pequeños cambios que terminan por eliminar los controles institucionales... es así que una a una las libertades quedan suprimidas sin que suenen las alarmas de la sociedad…”.
Le sucedió a Alemania, a Italia -y en tiempos más modernos y cercanos a nuestra región- a Venezuela, sus gobernantes fueron electos democráticamente, gozaban de una enorme popularidad y legitimidad y la usaron para paulatinamente cambiar al sistema con el fin de someterlo, transformarlo a su conveniencia, perpetuarse en el poder e instaurar el autoritarismo en vez que la democracia.
Ése es el riesgoso camino que estamos recorriendo en México, el del llegar a ser un país autoritario, poco a poco, reforma a reforma, sin que se enciendan alarmas sociales.