El pasado 14 de julio el presidente de la República se reunió con los cinco gobernadores en funciones —de Ciudad de México, Chiapas, Morelos, Puebla y Tabasco— y los 11 gobernadores electos —de Baja California, Baja California Sur, Campeche, Colima, Guerrero, Michoacán, Nayarit, Sinaloa, Sonora, Tlaxcala y Zacatecas— de su partido, Morena, con el objetivo de hablar de los retos en materia de seguridad para el país.
La reunión sorprende (1) por la ausencia de los gobernadores en funciones y los electos de oposición —que gobiernan sobre la mitad de las entidades del país— y (2) porque el objetivo y narrativa de la reunión contradice los dichos del presidente. ¿Para qué una reunión urgente con los mandatarios actuales y próximos si, como él ha afirmado una y otra vez, el país va mejorando y los delitos van disminuyendo?
Por lo que a los gobernadores de oposición refiere, el presidente López prometió un segundo encuentro con ellos.
Cabe preguntarse para qué dos reuniones separadas. ¿Los acuerdos y compromisos serán diferentes para los gobiernos aliados de los de oposición? ¿Se compartirá información e inteligencia diferente para unos y para otros? ¿Acaso la crisis de violencia del país no afecta la gobernabilidad, seguridad y desarrollo de todos los mexicanos? ¿Dividir los gobernadores en aliados y oposición tiene como fin garantizar el apoyo para unas entidades y el abandono para otras?
Además, es pertinente cuestionarse por qué el presidente convoca una reunión con invitados selectos para hablar de seguridad cuando la ley define al Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP) como el parlamento para establecer las políticas de seguridad entre el gabinete federal de seguridad, los gobernadores, secretarios de seguridad, fiscales e invitados permanente de la sociedad civil. Dicho sea de paso, López es el único presidente que ha despreciado al CNSP al no asistir o limitarse a dar unas palabras en pocos minutos desde que este Consejo existe.
Como resultado de la reunión, el presidente y los gobernadores anunciaron que gobierno federal y los gobernadores morenistas se comprometían a impulsar una política focalizada de combate a la violencia en los 50 municipios con altos índices de homicidios dolosos. Fin del comunicado.
La declaración hasta la fecha no ha sido acompañada de documentos que expliquen la definición de prioridades ni los elementos que incluye la “nueva estrategia”. Una política que el presidente ha defendido tanto en su conferencia mañanera como en redes sociales, y que en ambos casos la argumentó porque “la violencia en el país se concentra sólo en el norte y centro”.
Si hacemos memoria la “nueva estrategia” no tiene nada de nuevo, hace 8 años, al inicio del sexenio del presidente Peña Nieto, el gobierno que buscaba “mover a México”, presentó la misma política pública. En ese entonces se acompañaba de un diagnóstico que explicaba cómo se habían elegido esos 50 municipios prioritarios, cuáles los indicadores de éxito, cómo esta política se articulada con la política de cuadrantes carreteros y regiones de esa administración y qué acciones de prevención y reacción se incluían.
Es decir, el actual gobierno propone una política que ya se aplicó en el pasado, que produjo dudosos resultados, sin aprender nada de ella. Lo esperado hubiese sido que López Obrador, sus funcionarios y sus gobernadores efectuaran un análisis de qué era rescatable de esa política, qué modificable y qué descartable; definiesen de modo objetivo dónde concentrar esfuerzos, qué indicadores permitirían evaluar desempeño y resultados, qué fechas fatales se establecerían pero, sobre todo, qué significa violencia y qué la diferencia en uno u otro territorio.
Dicho de otra manera, López imita a Peña, pero lo hace con mucha más superficialidad y menor posibilidad de éxito.
Si hace 8 años la definición de los 50 municipios, las políticas complementarias y la colaboración interinstitucional del expresidente priista era bastante obvia, la de hoy no lo es. En la actualidad la operación del crimen organizado ha llegado a negocios que no se incluían en el pasado, la capacidad institucional de ahora es menor, la colaboración entre niveles de gobierno es más ríspida e ineficiente y la violencia más generalizada.
Si para definir violencia tomamos en cuenta como indicador sólo los homicidios dolosos, no queda claro por qué concentrarse en 50 y no en aquellos que presentan tasas mayores a los 10 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, que la Organización Mundial de la Salud definió como frontera para afirmar que tal población vive una epidemia de homicidios.
En 2020 fueron 24 de las 32 entidades aquellas que tuvieron una tasa superior a este indicador, así como 162 de los 241 municipios del país con más de 100 mil habitantes, superan la fatídica tasa.
Así mismo, si hacemos un análisis espacial de la violencia es falso afirmar que esta se concentra en la frontera norte y el centro del país.
Si para definir violencia analizamos sólo el homicidio doloso y omitimos otros indicadores como feminicidio, violaciones, robo con violencia, secuestro, extorsión, narcomenudeo, trata de personas o desapariciones, desconocemos tanto la génesis de la violencia, como sus efectos. A mayor razón si recordamos que feminicidio, violaciones, narcomenudeo, trata de personas y desapariciones han llegado a sus máximos históricos en los últimos dos años.
Peña recibió de su antecesor Calderón, un país donde la violencia tenía una tendencia marcadamente a la baja, desde mediados de 2011 mes a mes el homicidio doloso bajó y así se mantuvo hasta abril de 2016 cuando este delito empezó a crecer a una velocidad nunca antes vista. Todo ello pese a una política focalizada de atención a los municipios más violentos del país, una política de prevención social de la violencia y a muchos más recursos destinados a este tema de los que en esta administración se destinan.
El fracaso del gobierno de Peña en seguridad se debe al abandono de su gobierno a la Policía Federal, a la PGR, a las instituciones de seguridad y justicia estatales y municipales; a la ingenuidad con la que se asumía que la violencia era efecto de desigualdad y pobreza; a la ausencia de un ejercicio de depuración institucional y combate a la corrupción; a un abandono de la política de cooperación internacional en la materia —particularmente con los Estados Unidos— y en pensar que la política de seguridad era una política de relaciones públicas donde la narrativa de “vamos bien” se impondría sobre la realidad.
López decide copiar a Peña en prácticamente todos los errores sin tener en cuenta que la violencia de hoy es mucho peor, las instituciones son más débiles, la delincuencia organizada más violenta y poderosa y la división entre gobernadores aliados y opositores hará aún más inefectiva la política que intenta imitar de su antecesor.
Director general del Observatorio Nacional Ciudadano.
@frarivasCoL