El tiempo apremia y me quedan dos horas para entregar esta columna. El periódico cierra edición a las 21:00 horas. Son las 7 de la noche y apenas definí el tema. Ya antes escribí aquí sobre el tiempo. Lo bueno es que cada vez es distinto, cada día corre de diferente forma y cada noche depende de la armonía de los sucesos o del bullicio de los acontecimientos, nos lleva a la cama de una manera única.
Por eso, las palabras sobre el tiempo pueden ser inagotables. Y quizá, también, porque es infinito, aunque de pronto ciertas situaciones hagan parecer o nos lleven a desear que no.
El reloj del circuito donde corro lleva por lo menos tres meses mal. A las 7 de la mañana, hora a la que usualmente llego, marca la 1:37. Nadie ha sido capaz de ajustarlo y me pone de mal humor cuando se me olvida y volteo a verlo. ¿No hay en todos los Viveros de Coyoacán un encargado de poner la hora correcta?
A partir de que mi papá se enfermó, los relojes de su casa dejaron de funcionar durante una larga temporada. Él les daba cuerda. Fue un poco como si el tiempo se detuviera, aunque a él se le vinieron algunos años encima.
El tiempo es relativo, como decía Einstein, pues avanza a diferente velocidad para unos y otros, dependiendo de la velocidad a la que nos movamos con relación a la luz. Justo ayer, mi esposa, acelerada por naturaleza, me preguntó qué se sentía vivir a mi velocidad. “Es una maravilla”, le dije, y acabé de sacarla involuntariamente de sus casillas mientras seguí buscando en Netflix una película.
Aunque hoy mi padre se encuentra mejor, ahora la responsable de sus relojes y de la maquinaria es mi mamá. Con el tiempo, de repente, los papeles cambian.
En mi casa no hay relojes. Con celulares y iPods tenemos. A mí, de hecho, me gustaría no usar ni despertador. Conozco a un amigo que antes de dormir se programa para despertarse a la hora que desea. Tiene su reloj biológico bien sincronizado y cuenta que es cuestión de conectarse, escuchar el tic tac y —al cerrar los ojos— fijar la hora para volver.
Yo me despierto con alarma —pero trato de que sin angustia—, veo a mis hijos, me alisto y, reloj en muñeca, me voy a correr. Para los corredores es esencial, por lo menos para los que entrenamos y queremos volvernos más rápidos. Pero luego, con los años, el tiempo es lo de menos. Al fin, nunca le vamos a ganar.