“Todas las personas, sin importar quiénes sean, todas desearían haber apreciado más su vida. Es lo que haces en la vida, lo que es importante. No cuánto tiempo tengas, ni lo que desearías haber hecho”. Son palabras de David Bowie en la película Moonage Daydream, dirigida por Brett Morgen, importante documentalista estadounidense que ha traído de vuelta a este plano al ya de por sí inmortalizado Duque Blanco.
Otras cosas emocionantes experimenté el fin de semana, además de esa alucinante cinta —en el más positivo de los significados—, pues ya de por sí, como bien comenta Fernanda Solórzano, crítica de cine, ver a David Bowie resulta en sí mismo hipnótico. El sentimiento fue semejante con la despedida de Roger Federer el viernes, en la Laver Cup en Londres, su adiós al tenis profesional. O el avasallador e imponente paso, también casi artístico, de Eliud Kipchoge —el domingo— sobre las calles de Berlín (mismas que igualmente recorrió el camaleónico Bowie, a su muy peculiar manera en los 70, donde compuso uno de los himnos transfronterizos de la humanidad: Heroes), en las que impuso una nueva marca mundial en maratón: 2:01:09 horas, hazaña comparable a una odisea espacial.
Este fenómeno tan peculiar que nos lleva a sentir una especie de intimidad afectuosa con ciertos personajes, muchos de ellos tan distantes de nuestras vidas como los cuerpos celestes, es un misterio que encuentro tan indescifrable como el amor, porque aunque son seres que no conocemos, de algún modo descabellado los queremos. No sé qué sea, pero es algo del corazón, algo así como entrañar lo desconocido.
Ya en todos los medios de comunicación están descritos los hechos. A mí me gustaría destacar la emoción, las maravillosas sensaciones que somos capaces de transmitirnos. Cuán estremecedor es ver a otro dando todo de sí o haciendo lo que mejor sabe hacer, con esa entrega absoluta que —de cierta manera— los convierte en héroes. Las personas somos pantallas en las que los demás, en momentos de lucidez, proyectan y anhelan su propio camino a la grandeza.
“¿Por qué las cosas buenas no pueden durar para siempre?”, se preguntó acongojado el comentarista en la despedida de las canchas del suizo. Porque todo es transitorio, como reflexiona Bowie en la película, y porque tal vez esa sea nuestra única oportunidad de volvernos eternos: el recuerdo que quede de nosotros en los demás. Como las estrellas, que —según cuentan— en muchos casos ya están muertas, aunque el rastro de su luz perdura en nuestros ojos.
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