Cuando mi esposa y yo nos planteamos tener un tercer hijo, uno de los principales dilemas fue el dinero. Aunque ella dudaba por todo lo que implica dar a luz (la transformación de su cuerpo, suspender durante una temporada el ejercicio, el trabajo, y de cierto modo el futuro, pues un bebé obliga a su madre a estar 100 por ciento presente), la duda radicaba principalmente en las finanzas.
“Tendríamos que comprar una camioneta”, me decía. “Tres colegiaturas, ¡Tres universidades! Y no vamos a caber en la casa, hay dos cuartos, sería mudarnos... ¿Sí te das cuenta?”, insistía, pero se le notaba que, en el fondo, también quería.
Yo sentía que faltaba por llegar un integrante a la familia, y muy envalentonado la convencí de que no nos limitáramos por la cuestión económica: “¿A poco de todo el dinero que existe en el mundo no podemos ser capaces de apropiarnos de una parte que nos permita hacer lo que nos dé la gana en la vida?”, le argumenté, y a los tres meses ya estábamos en el ultrasonido con la ginecóloga.
Hace dos semanas, a pesar de haber perdido, Saúl Canelo Álvarez se embolsó dos mil millones de pesos en su pelea. ¿Quién hubiera creído que un niño que vendía paletas heladas en bicicleta en un poblado a las afueras de Guadalajara, poco después ganaría semejante suma en 36 minutos arriba de un ring?
Él.
Inspirado por uno de sus ocho hermanos mayores, comenzó en el pugilismo a los 13 años. Se partía la cara y repartía golpes en torneos locales. Vino de abajo, pero aprendió a codearse con los empresarios y las personalidades más importantes del país —Carlos Slim o Carlos Bremer (qepd), por ejemplo—, y después se convirtió en uno de ellos.
Al igual que la mayoría de los boxeadores de peso, Canelo gasta importantes sumas de dinero en coches, lujos y extravagancias diversas, pero él no sólo se ha sabido administrar, sino que ha construido un imperio.
Es un tema controversial, pero no me cabe duda de que los seres humanos tenemos el poder de manifestar, de transformar nuestra realidad, y habituarnos a lo que concebimos en nuestros cerebros. Si nos creemos capaces de sostener una familia con dos hijos, así será. Lo mismo con tres, con una empresa de 200 o si, más bien, optamos por convertirnos en una celebridad. No podremos volar, pero sí romper nuestros techos.
Estoy en todas las redes como F.J. Koloffon