Si hay una frase con la que mi maestra estaba en desacuerdo, esa es “sin prisa, pero sin pausa”. “No hay nada más incorrecto”, solía decirnos Lupita en sus clases, luego de las meditaciones.
“Qué sería de nosotros sin las pausas, sin estos espacios sagrados, sin estas breves interrupciones del movimiento, de la acción o el ejercicio”.
Sus palabras vinieron a mi mente ayer por la mañana, cuando terminé la tercera de las seis cuestas de 90 segundos de mi entrenamiento de los lunes en el Bosque de Tlalpan.
Las piernas me pesaban como dos yunques, me faltaba aire, estaba muy cansado, sólo pensaba en que se cumpliera el minuto y medio en mi reloj para detenerme.
“Pausas, hay que hacer pausas, sobre todo ahora, con este incesante ritmo que ha tomado la vida, llena de acontecimientos, en medio de esta vorágine en la que vivimos”, repetía.
Y eso que ella dejó este mundo hace ya casi dos años. Si todavía estuviera aquí, en este torbellino de energías, sería aún más insistente.
“Practiquen el arte de detenerse, es un ejercicio milagroso”. Y sí, me dije para mis adentros, mientras bajaba y me reponía de la subida para comenzar la cuarta cuesta. Y pasa lo mismo en el día, en la oficina, en el coche con tanto trayecto, porque la vida es como una pista de atletismo en la que —entre vuelta y vuelta— necesitamos detenernos para continuar.
Para mí que escribo, la pausa es vital y va más allá de simplemente tomar aire, respirar profundo y oxigenarme. Me significa invocar la inspiración.
Siempre trato de parar 15 minutos o 20, sobre todo luego del cúmulo de llamadas laborales y de quién sabe cuántos vendedores de tarjetas de crédito o de planes funerarios de Gayosso —¡Mueran!—, que estoy seguro trabajan para las fuerzas del mal para sacarme de mis casillas, alejarme de mi centro y ponerme a prueba.
Pero —por fortuna— basta esa pausa, una breve siesta o una meditación, para salir victorioso y regresar a uno. En cualquier cancha, las pausas son necesarias: en el deporte, el trabajo, el estudio, en la cama, el matrimonio, con los hijos, con los deberes y hasta en la música, pues sin ellas no existiría.
En la música, la pausa es el silencio
, en la vida diaria es reencontrar nuestra propia armonía, esa dimensión sutil donde subyacen las infinitas posibilidades y nuestros ilimitados poderes. Al terminar la última cuesta, hice una pausa —incluso— entre respiración y respiración, y entendí...
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