Dejé de trabajar en el Banco Nacional de Comercio Exterior (Bancomext) hace 11 años.
De entre la gente que conocí en mi paso por ahí, únicamente mantengo contacto con tres grandes amigos.
Aparte de ellos, desde mi salida en 2013, no había visto a nadie más, hasta hace dos fines de semana que casualmente me encontré a Felipe en la entrada de los campos de futbol Panchito Hernández —legendario exdirectivo del América—, en Xochimilco, donde nuestros hijos jugarían con sus respectivos equipos en canchas contiguas.
Felipe es uno de esos tipos amigables, cuya sonrisa no le permite pasar desapercibido. Aunque no tratábamos mucho, siempre recibí un trato cordial de su parte, y espero que él piense lo mismo de mí.
Me da la impresión que sí, pues fue notorio el gusto que a ambos nos dio vernos después de tanto tiempo.
El agrado de ver inesperadamente a un conocido es una de esas reacciones espontáneas que no se pueden fingir.
Mi hijo —como siempre hacen los hijos chicos cuando los papás nos encontramos a alguien que no conocen— me preguntó sin disimulo quién era.
Le conté que habíamos trabajado juntos cuando tuve que buscar un puesto que me asegurara ciertos ingresos, tras el nacimiento de Paula.
Nos dimos un abrazo y nos deseamos buena suerte.
Quizá yo estuve a punto de pensar, o a lo mejor él pensó: “Nos vemos dentro de otros 11 años, colega”.
El sábado fui al Estadio Azteca. Mi hermana consiguió boletos para el Clásico de clásicos, que a mí siempre me tiene sin cuidado, pero quisimos llevar a los pequeños primos. Fácilmente habían pasado también 11 años sin que yo hubiera ido.
Nos acercamos a la Puerta 10 para preguntarles del acceso a los encargados.
En eso, comenzamos a oír unos gritos apocalípticos y desesperados a la distancia, que se acercaban a toda velocidad a donde estábamos parados.
“¡Muévanse, muévanse!, ¡abran paso!, ¡a un lado!”, nos ordenó uno de dos tipos que le abrían paso a pie a una camioneta blanca última generación y a otra de escoltas.
“Ni a Dios le abren así las puertas del cielo”, comentó otro despistado junto a nosotros, “pero Emilio es Emilio”, remató, y me hizo lógica, aunque no me consta que fuera.
Lo curioso de esta historia es que en el estadio caben más de 83 mil almas, y cuando llegamos a nuestros asientos, junto al mío se encontraba Felipe, con su jersey del América y su característica sonrisa.
¿Ustedes entienden?