Desde que recuerdo, siempre he gozado de una especial predilección por quien tiene los momios en contra. Si se da cualquier tipo de competencia entre dos personas y a una de ellas, por la razón que sea, la desfavorecen sus condiciones muy particulares o las circunstancias de la vida, yo le voy a esa. Invariablemente, deseo que gane el débil.

En las fiestas de la adolescencia, cuando el típico mamarracho abusivo empezaba a maltratar al retraído enfrente de toda la sarta de aplaudidores, yo nada más deseaba con todas mis fuerzas que éste sacara valentía de no sé de dónde y le propinara un sorpresivo derechazo que lo mandara a la lona, para beneplácito de propios y extraños.

Y me imagino que a muchos nos pasa igual; por eso, el placer que le causa a cualquiera la escena de Back to the Future donde George McFly por fin le parte la cara a Biff.

Nunca he sido de irle al favorito, al famoso o al que lleva las de ganar: Nada del América o el Real Madrid, ni de los Lakers de Los Ángeles, los Yankees de Nueva York, Lewis Hamilton o ahora Max Verstappen (a Ayrton Senna sí, en su momento, por aguerrido). Incluso, el mainstream musical me sabe mal: Coldplay, Bad Bunny (apenas el sábado escuché “Otra noche en Miami” y me quedé idiota de la letra tan estúpida, una de las más tontas en la historia de la música, sin duda), Dua Lipa. Si acaso, alguna vez le fui a los Cowboys de Dallas. Pero ya ni siquiera soy tan fanático del futbol americano, de tanta gente que lo ve. Soy llevado de la contra, como me acusa mi mujer.

Y qué decir de la vergonzosa Liga MX, en la que con tres partidos dicen que ya están enrachados y pueden pasar del sótano al primer puesto. Desde hace varios años, dejé de seguirla y perdí incluso la curiosidad de investigar los marcadores de mi Necaxa. Cómo es que le atrae a tanta gente un espectáculo sin espectáculo, donde a los equipos de Segunda División les restringieron el derecho a ascender, un torneo en el que resulta imposible atestiguar gestas de antología como en la Premier League, con aquel Leicester City de 2016, que derrotó, con su modesto presupuesto, a los imbatibles y los multimillonarios de siempre.

El deporte es una de las poquísimas canchas de la humanidad en las que tenemos la posibilidad de constatar a la luz de los reflectores los milagros. Por eso, este Mundial de Qatar (que tampoco me provoca tanto revuelo) permaneceré afiliado al club de los que apuestan a favor de las causas perdidas, y mi quiniela va para Dinamarca.

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