Algunos caminan rengueando. Quien los vea, pensaría que —en cualquier momento— se irán de bruces al asfalto de las calles que dan la sensación de estar desoladas, aunque están llenas de ellos. Tanto, que no se puede caminar por las banquetas, repletas de sus tenderetes en ambos lados o, directamente, de sus humanidades tendidas sin conciencia, mientras los paramédicos les toman el pulso para ver si aún conservan un poco de vida. Un desgarrador espectáculo dantesco.

Estuve de paseo en Vancouver, donde basta dar unos pasos cerca del barrio chino para atestiguar que, sí, la realidad siempre supera la ficción. Al lado de lo que ocurre ahí, “La Divina Comedia” parecería más bien un cuento para niños del escritor británico David Walliams. Me cuenta mi amigo Gabriel Ramírez, corresponsal mexicano de noticias en Canadá, que de 2016 a la fecha van más de 10 mil muertos por sobredosis, principalmente por opiáceos, tan sólo en la Columbia Británica.

“No le recomiendo acercarse a esa zona, es el infierno”, me dijo el del hotel, cuando me vio salir a correr temprano. Me dirigí a allá, quería ver de qué se trataba y qué tan cierto era lo que decía. No cualquier día es posible apreciar el infierno en pellejo ajeno.

El día previo ya había visto escenas muy perturbadoras por distintos puntos de la ciudad: jóvenes, adultos, y uno que otro anciano que —milagrosa y cruelmente— permanece vivo, inhalando o inyectándose a plena luz del día y a ojos de todos en las avenidas más transitadas. Pero, en efecto, lo del barrio chino es cosa de otro mundo.

Encontré un vecindario fantasma, de almas rotas, de mujeres y hombres muertos en vida. Me daba la sensación de correr entre tinieblas, a pesar de que ya pegaba el sol. Tuve que pararme, como si una fuerza oculta y densa me impidiera avanzar. Todo ahí se sentía detenido: el tiempo, las posibilidades, el entendimiento, los corazones, todo... Menos un ser de no más de 30 años de edad que gritaba y daba vueltas a toda velocidad, como un cuerpo centrífugo a la espera de ser despedido a las alturas.

Los menos descompuestos todavía intentan mirarte a los ojos. Sin embargo, la mayoría no ve hacia algún punto, salvo los que buscan en el suelo algo que no se les cayó, o la vida que ya ni siquiera recuerdan cuándo perdieron.

Es terrorífico ver aquello, entre el sonido de las ambulancias y el graznido de los cuervos. Es un miedo inexplicable de apreciar a la distancia la perdición, de corroborar que un día no sólo podemos perderlo todo, sino mucho más.

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