El deporte, a mi parecer, es una pequeña cancha donde se llevan a cabo representaciones de la vida en menor escala. Comparten, ambos escenarios, muchos aspectos en común.
En uno y otro campo, a veces se gana y a veces se pierde, se nos presentan obstáculos, te cansas, te desanimas, resurges, confías, te sientes invencible, vuelves a dejar de creer, te lastimas, te levantas, te recuperas, te emocionas, se contagia el júbilo, el desencanto. La fortuna, ocasionalmente, te favorece o abandona.
Tenemos mucho que aprender del deporte, no nada más en el día a día, también en las relaciones, los negocios o en lo que al hacer político toca.
Se sabía que en las votaciones del domingo existía un amplio favorito, pero entre el equipo retador y sus seguidores, se respiraba cierta esperanza, una posibilidad de remontar.
Sin embargo, la paliza fue contundente, y cuando aceptas competir conforme a las reglas establecidas, no queda sino aceptarlo: Perdimos y punto.
Que si hubieron injusticias, seguro, que si había ventajas, es claro. Y de las ilegalidades, ni qué decir. Pero, más allá, el triunfo fue arrasador y no hay más que ser dignos perdedores, o triunfadores honorables, según sea el caso.
Eso es algo de lo que necesitamos aprenderle al deporte, a ganar y a perder, a disfrutar la victoria con clase, a llorar el descalabro, la tunda.
Y, muy importante, a dejar atrás el partido, porque toda contienda, por fortuna, tiene un final. A este país le urge darse un abrazo de cuerpo completo y seguir adelante juntos, pues algo se nos olvida: Somos el mismo equipo.
Todos somos México, los de un uniforme y los de los otros, los de aquellas creencias y los de estas, los chaparros, los altos, los pasados de peso, los flacos, los del norte y los del sur, los que le van al América, al Guadalajara o al San Luis, a los Diablos Rojos del México, a los Sultanes de Monterrey o a los Saraperos de Saltillo.
¡Que viva México!