Los debates ya no son lo que eran.
Vivimos, diría Vargas Llosa, en la sociedad del espectáculo. La gente quiere diversión, no información. Entretenimiento, no razonamiento.
El ruido cotidiano embota los sentidos.
Hace rato que los debates no mueven nada. El último fue en el 2006 y fue por una ausencia: la de López Obrador. Ahí precipitó una serie de errores que lo llevaron a la derrota.
Si no mueven tendencias, los debates sí disparan momentums, que se evaporan pronto si las campañas no tienen los reflejos de avivarlas.
En el 2000, se pactó en vivo entre los 3 candidatos un debate para 2 días después. Vicente Fox se empecinó: hoy, hoy, hoy. Parecía su tumba. Su equipo, genial, lo convirtió en un grito de guerra y en una apelación: para cambiar a México se requería a un necio.
El debate del domingo fue, en principio, un fallo. Largo. Mal producido. Preguntas repetitivas. Violación a las reglas. La falla de los cronómetros, imperdonable. Trate de contestar en 40 segundos una pregunta, dar una propuesta, lanzar un ataque, ver fijamente a una cámara y que se le apague el cronómetro al mismo tiempo. Denisse Maerker, en particular, hasta sus propuestas se animó a meter, faltaba más.
Xóchitl Gálvez destacó por ser la única candidata genuinamente independiente. Se definió ciudadana y fue categórica: castigaría lo que fuera y a quien fuera. Los otros tienen dueño. Tiene un diagnóstico claro de país: su dolor y sus deficiencias. Pero además del remedio, tiene el trapito: fue la única quien dijo que sacar a México del bache requiere estudio, salud, comida y empleo. Ojo: empleo que no pague el mínimo, aunque siga subiendo. Eso es, en sí mismo, una alternativa diferente. Sobre eso tuvo un bite impecable: ningún país sale de la pobreza estudiando menos.
Claudia Sheinbaum salió, con razón, a no perder. Tuvo una imagen magnífica. Fue disciplinada. Siguió la receta de su mentor. No contestó nada, salvo lugares comunes (eso ya lo aclaré). Mintió con desfachatez (López Obrador ha obtenido 2.5 ¡billones¡ del combate a la corrupción, en la capital bajaron los feminicidios). Garantizó impunidad a todos los que hoy saquean las arcas (si tiene pruebas, al MP, yo no). Y encadenó los slogans que le aseguran su base. Su expresión fue de serenidad primero, frialdad después y soberbia al final. Inmutable, ante los bombazos parpadeaba, sin embargo, sin parar: muestra de nervios y ansiedad controlada.
Xóchitl superó en arrojo pero no logró acorralar a Sheinbaum que, además, llevaba escuderos (uno debatiendo y otra moderando).
Poca gente ve los debates. El primero del 2018 fue visto por 15.6 millones de personas:
altamente politizadas: ven lo que quieren ver. Por esa razón, salvo que ocurra una sorpresa mayúscula, las encuestas refrendan la polarización que existe.
La clave está en el posdebate porque en la sociedad de la pereza mejor me informo por un meme, por un tuit o un videíto. El algoritmo reafirmará mis preferencias.
Y entonces ¿no sirven de nada los debates? Sirven. Y mucho.
Es el momento más tensionante de cualquier campaña para el candidato. Se somete a la presión. Al escrutinio. Al intercambio. Se puede ver el temple y la preparación Se calan sus reflejos.
Ayer vimos dos visiones de país. Una que acompaña y se acompaña de víctimas; que habla de la verdad trágica de lo cotidiano; que además de la radiografía posee un tratamiento.
La otra construir un segundo un piso de esto, para que haya más y más intenso. Violencia. Polarización. Enfermedad. Ignorancia. Corrupción. Eso sí. Con programas sociales.