Un gobernante es tan bueno como la gente que le rodea. Los grandes estadistas brillan, por supuesto, debido a su talento, visión, sensibilidad.
Pero usualmente se rodean de personas talentosas y valientes.
Talentosas, porque una tragedia frecuente es creer que el gobernante lo sabe todo. John F. Kennedy solía reunirse con un grupo de “sabios” tanto republicanos como demócratas, para preguntarles y escuchar. Stalin ganó la Segunda Guerra Mundial cuando dejó de dirigir él a sus ejércitos y dejar el comando a su mariscal más talentoso: Gregori Zhukhov.
Pero el grupo que rodea a los mandatarios no sólo debe ser talentoso: debe tener el coraje para decir lo que piensa en su momento. Para disentir. Para señalar errores. Adrián Lajous, director de Bancomext, se negó a firmar el decreto de expropiación de la banca enfrente a José López Portillo. Carlos Urzúa se fue unos meses después de asumir la Secretaría de Hacienda, cuando intuyó su papel de trombonista del Titanic.
Los círculos de poder que piensan igual, usualmente terminan en el desastre. Watergate es un caso de libro de texto.
El carácter del mandatario se orienta por esas opiniones, consejos, ideas y disensos. Todo ello nutre su propia visión y el rumbo que impone sobre la nación.
Por eso los fanáticos terminan arruinando a sus pueblos y a ellos mismos.
Una de las grandes tragedias nacionales ocurrió cuando alguien ideó rodearse de leales, más que de competentes. El 90% de lealtad garantiza la uniformidad de pensamiento y encubrió, casi siempre, la ignorancia, la complacencia, la corrupción, o las tres. Hugo López-Gatell es el adalid de un cobarde leal que llevó a la muerte a 300 mil mexicanos que no debían morir.
Los estadistas escuchan a sus críticos. Se reúnen con opositores. Olof Palme recomendaba leer diariamente los periódicos. No las síntesis. Quería leer a sus críticos y pulsar la opinión pública. Detestaba que le sesgaran la información.
Los parlamentos europeos obligan a los gabinetes a verse cara a cara, en ocasiones semanalmente, con las oposiciones. El monólogo se acaba. La alabanza termina. Reunirse con quien piensa distinto no solo enaltece: es el núcleo de la política y la democracia. Permite la reflexión y la conciliación.
Si no se tiene un gabinete competente, se termina por construir un gobierno mediocre. El temperamento del gobernante se templa no con los éxitos, sino con los fracasos. Maquillar cifras, ocultar las malas nuevas, ignorar las malas encuestas, asumir una mente conspirativa termina por derrumbar expectativas, popularidades, y, fatalmente, la prosperidad de las naciones.
En política, se vale equivocarse. Nombrar incompetentes. Fallar en otorgar la confianza.
No se vale no corregir.
Y eso urge hoy en México. Ya.
Mientras aún quede tiempo.
@fvazquezrig

