Lograr prosperidad poniendo en primer lugar a los pobres, es un objetivo muy común en planes de gobierno y doctrinas económicas.
El cómo lograrlo ha ocupado varios siglos de discusiones, desde Hume, Smith y Ricardo hasta Marx, Keynes, Hayek, Galbraith, Piketty y otros. Pero solamente los países que han administrado sabiamente los recursos y las circunstancias han tenido éxito.
Las diversas doctrinas generan encono porque reflejan una visión del mundo y de las estrategias para construir el deseado. Implementar estas acciones requiere acceder al poder y una vez conseguido, el principal objetivo es proteger el dogma, rodearse de incondicionales, y destruir al contrario.
Eso ha sucedido y sucede en México, donde nunca hemos logrado –excepto en la época del Desarrollo Estabilizador – aplicar una estrategia nativa exitosa para reducir pobreza y desigualdad. Hemos aplicado teorías sin ajustarlas a nuestra realidad y sin proponernos, sobre todas las cosas, generar empleo productivo suficiente como camino único para la prosperidad.
Los neoliberales llegaron con el mismo objetivo, pero privilegiaron el dogma antiinflacionario monetarista: deprimieron cruelmente los salarios, mantuvieron altos los intereses (que redujeron demanda y aumentaron el costo de la deuda de gobierno, consumidores y empresas) y sobrevaluaron la moneda, desincentivando la producción nacional.
Además, incrementaron constantemente impuestos y energía para mantener un déficit bajo con un gasto improductivo creciente , castigando la inversión en infraestructura.
Buscaron el crecimiento con un arsenal de medidas restrictivas, aplanando el consumo, la inversión y el empleo. Crecimos un poco, por la fuerza joven del país.
Tampoco controlaron la inflación, porque olvidaron que es generada por ubicuos oligopolios y, ante su fuerza política, evadieron enfrentárseles prefiriendo castigar financieramente a toda la población.
Sin aceptar opiniones de fuera del grupo de creyentes, terminaron como un régimen cruel, tecnocrático, oligárquico y corrupto.
Ahora viene la 4T, encumbrada principalmente como castigo a ese fracaso, con la misma intención salvífica, con un torrente de medidas empíricas y contradictorias, una convicción asistencialista y enorme resentimiento hacia todo lo que implica inversión y empleo.
Será un fracaso peor que el de los detestados neoliberales, porque además de mantener un gasto público ultra restrictivo en medio de una crisis agravada por la pandemia, ni siquiera intentan coordinarse con el Banco de México para incentivar la economía bajando los intereses a niveles similares a los de otros países y para establecer mecanismos que permitan canalizar crédito a un aparato productivo sin ingresos, descapitalizado y sin liquidez.
Además, rodeados de oligarcas, mantienen un discurso despectivo hacia las empresas, únicas entidades sociales dedicadas a crear riqueza.
Para rematar, ante el generalizado desánimo para invertir en este ambiente incierto, agravado por el voluntarismo y la incapacidad del gabinete-florero, ante la evidente caída de la economía, se declara que el crecimiento de la producción nacional – el PIB- ni siquiera es relevante para ayudar a los pobres a salir adelante.
Otro dogma. Otro fracaso. Otros 6 (¿12, 18?) años de iniciados fundamentalistas incapaces de movilizar la substancial fuerza productiva nacional de millones de empresarios pequeños y medianos, artesanos, agricultores, obreros y profesionistas.
El precio de la prosperidad es habilitar a gente sensata para delegarles la operación del sistema económico, aumentando la inversión pública substancialmente, haciendo fluir financiamiento barato al sector productivo, combatiendo oligopolios, manteniendo un tipo de cambio competitivo y movilizar a empresas y trabajadores para acelerar el empleo.
El precio de la prosperidad es establecer claramente metas ambiciosas pero posibles de justicia social y olvidarnos de ideas absurdas, evitar antagonizar a los que activan la producción y el empleo y copiar a Asia en lo conducente, aprendiéndoles cómo sacar a millones de la miseria.
No es un precio caro por un bien tan preciado, pero no es una tarea de fanáticos, oligarcas o caudillos, sino de un estadista rodeado de colaboradores capaces.
Presidente de la Asociación Nacional de Empresarios Independientes (ANEI).