El 2 de junio se celebró el proceso por el cual se eligió al mayor número de representantes en la historia de México.
Estas elecciones nos dejaron una serie de enseñanzas a todos. Entre los aspectos positivos, destaca la enorme afluencia a las urnas, daba gusto ver las filas en las distintas casillas, donde destacaban los jóvenes que asistían por primera vez a expresar su voto, llenos de esperanza y de alegría.
Independientemente del balance final que se puede hacer del proceso y de la pulcritud con que se celebró, hay consideraciones que se deben destacar; en primer lugar, el pueblo mexicano está mucho más politizado, es más sensato y cuenta con más interés en la vida pública, pero, por desgracia, la clase política no está a su altura. Otro hecho importante es el evidente nivel ramplón de las campañas, los comentarios en todos los círculos eran de crítica al tono de los debates, la existencia de pocos o de ningún programa, en contraposición a las múltiples ofensas, descréditos e insultos. Se requiere elevar la expresión de las ideas, modernizarla y precisar la forma o formas de llevarlas a cabo.
De comprobarse los datos preliminares, es muy preocupante que la conformación institucional no nos permita prever un equilibrio entre las fuerzas contendientes, sin contrapesos en la toma de decisiones políticas, administrativas, pero, sobre todo, jurídicas.
En todos los países y en todos los sistemas, los procesos para obtener las candidaturas y, posteriormente, el éxito en las elecciones, implican un camino largo, complicado y lleno de escollos en el que hay que asumir compromisos, alianzas y colaboraciones. Sin embargo, las urnas purifican los procesos y, una vez expresada la voluntad popular, el único compromiso que tiene el electo es con los electores a los que debe la posición que va a asumir. Todas las dependencias, sumisiones, compromisos y alianzas deben quedar atrás, para que pueda asumir plenamente su compromiso con el país y con el pueblo.