Hace casi un mes se llevó a cabo el primer debate para las elecciones presidenciales que se celebrarán el día 2 de junio y el desánimo que causó fue evidente; la semana pasada se desarrolló el segundo y, aunque la opinión generalizada se orientó hacia que fue mejor que el primero, no sé en qué se basa ese optimismo.
El esquema fue el mismo, no escuché ninguna idea clara ni fundamentación ideológica, no hubo metas, estrategias, proyectos o programas; el intercambio se redujo, como la primera vez, a que los oyentes se dieran cuenta de los defectos de los participantes, de sus errores, de sus problemas personales y de su incapacidad para llegar al cargo al que aspiran.
A los mexicanos no nos importa saber sobre los defectos de cada uno de los contendientes, pues ya los conocemos, lo que nos gustaría saber es cuál de ellos ofrece una oportunidad objetiva y contundente para mejorar la situación actual.
Se vio claramente que uno de los tres participantes está de relleno y cumple exclusivamente una función de distracción para fracturar a la oposición; las otras dos candidatas se presentaron con las mismas ideas generales, la justificación o descalificación de los programas de gobierno y las dificultades que han tenido en la vida política para llevar a cabo sus campañas.
Los ciudadanos seguimos extrañando los programas concretos, los proyectos específicos en materias como: salud, educación, transporte, seguridad pública, justicia, la imagen que queremos que de México se tenga en el extranjero, y cómo va a ser la participación mexicana en los foros internacionales y no permanecer como hasta ahora, como una ínsula en medio de un mundo cada vez más intercomunicado e interrelacionado.
Las opciones, dadas las circunstancias, son promover el fortalecimiento del Estado y darle brillo a la Nación mexicana o, por el contrario, desarticularlo y quitar la posibilidad de que sea este el conducto para la mejoría de la sociedad.