En el siglo XIX, México surgió como país independiente. Sin embargo, a los mexicanos les tomó más de medio siglo lograr definir el perfil que tendría el país: la forma de Estado, la forma de gobierno, la estructura administrativa y el funcionamiento político.
Si bien este proceso de definición jurídico-político inició con la expedición de la primera Constitución federal en 1824, sería hasta el siglo XX, con la Revolución Mexicana, cuando la conciencia social se consolide.
Una vez definidas las bases fundamentales del Estado, estas se incluyeron en un nuevo texto constitucional en 1917 que incorporó, entre otras cosas, la adopción del federalismo sobre el centralismo, la reafirmación de la república haciendo a un lado los regímenes monárquicos, la inclusión de garantías individuales y de garantías sociales, así como la ponderación de un sistema electoral fortalecido. De esta forma, México se adentró en una etapa de transformación del contenido de esa estructura fundamental en función de condiciones materiales, que tomaron el resto del siglo XX para establecerse.
En la actualidad, nos encontramos ante un fenómeno más que preocupante. En un par de meses habrá elecciones federales; en el periodo de campaña, muy poco o nada se discute el contenido que deben tener las obras y las decisiones de quien triunfará en las urnas; no se discute el énfasis que se debe poner en las necesidades esenciales de la población: educación, salud, medio ambiente, seguridad; no conocemos las diferencias entre un proyecto gubernamental y otro, ni las ventajas o las desventajas que traerá el inclinarse por alguno de los proyectos; no se sabe nada excepto los nombres de quienes encabezan los movimientos.
El centro de la discusión pareciera ser un tema fundamental que se creía superado: el mantenimiento de las instituciones o el desmantelamiento del Estado.