Hablar de la Revolución es hablar del inicio de la construcción de la Nación, tras años de lucha armada. La segunda mitad del Siglo XIX, que se extendió hasta 1910, estuvo marcada por la vida de dos personajes: Benito Juárez y Porfirio Díaz, ambos liberales y ambos oaxaqueños. Uno impulsor de la democracia y la justicia social, y el otro impulsor de la modernización económica del país.
A Juárez le importaban las libertades y la identidad política nacional: las leyes, la República, las instituciones, el Estado y la soberanía. A Díaz lo movían los intereses económicos, la posición de México ante el mundo. Fue durante el largo periodo de este último (que inició con la promesa de la “no reelección” y terminó con una dictadura) que se avanzó sustancialmente en la construcción de la red ferroviaria nacional, en la exportación de mercancías y el libre comercio, y en la captación de inversiones extranjeras.
Sin embargo, también fue en esta etapa que se ampliaron notablemente las brechas de desigualdad (producto de la concentración de la riqueza), se suprimieron las endebles libertades de la época, se despojaron a miles de campesinos de sus tierras con el pretexto del desarrollo nacional y finalmente, se concentró el poder en un solo hombre. Por ello la Revolución se hizo inminente, pues además para esos años prácticamente el 90% de la población era analfabeta y pobre. Todo era cuestión de encender la mecha.
La Revolución que inició en 1910 puso fin a esa dictadura y trazó el rumbo para la construcción de una nueva Nación. La Constitución de 1917 sería el documento sobre el cual descansaría el andamiaje legal de ese nuevo y ambicioso proyecto, que algunos historiadores dicen, no ha podido concluir debido a la incesante lucha interna por el poder.
La Revolución buscó también reivindicar las libertades, acabar con las injusticias sociales y construir un nuevo concepto de soberanía nacional, siendo el punto de partida de este último objetivo, la redefinición de la relación con Estados Unidos.
Hombre clave del movimiento fue Francisco I. Madero, quien participó activamente en la lucha armada y posteriormente en la institucionalización de la Revolución. “Madero ha soltado al tigre, veremos si puede controlarlo”, serían las palabras de Porfirio Díaz tras dejar el poder e irse al exilio. Y efectivamente, con las elecciones de 1911, Madero encontró el cauce legal y asumió el primero de cuatro gobiernos posrevolucionarios que intentarían dar forma a la nueva Nación.
Madero no estuvo exento de las calamidades, pues además de la inestabilidad de su gabinete, tuvo que enfrentarse a por lo menos cuatro movimientos armados: el de Emiliano Zapata, el de Bernardo Reyes, el de Pascual Orozco y el de Félix Díaz. Lo anterior confirma, como dije antes, la permanente búsqueda del poder por el poder. El gobierno de Madero terminó con el primer y único golpe militar en la historia de México: la decena trágica de 1913 cerró el capítulo con el asesinato del coahuilense, luego de ser traicionado por su propio Vicepresidente.
La lucha de facciones estuvo presente en los siguientes años. Los jefes de la Revolución, casi todos Generales y líderes por naturaleza, se conocieron mas por sus diferencias que por sus coincidencias. Sobre lógica se desarrollaron los gobiernos de Victoriano Huerta y Venustiano Carranza. También sobre la notable influencia de Estados Unidos en la vida interna de nuestro país.
Lo cierto es que lo que inició con la presidencia de Benito Juárez y Porfirio Díaz, en el que se inscribe la Revolución Mexicana que conmemoramos cada 20 de noviembre, aún es una tarea sin concluir: la construcción de esa Nación de libertades, de justicia social, de democracia viva y orden Constitucional. Una donde prevalezca el Estado de Derecho por encima de cualquier cosa.
Las condiciones son otras y las amenazas también, pero a la vista parece que el dique que sigue impidiendo la consolidación de ese gran proyecto de envergadura llamado México, es precisamente: la lucha del poder por el poder.