En un país muy, muy lejano, vive rey Narciso que todas las mañanas y, frecuentemente, algunas tardes y otras noches, se asoma a las redes sociales y descubre que es el más guapo, popular, inteligente y bueno, casi un corredor keniano. ¡Benditas redes sociales!, exclama extasiado.

La escena se repite de lunes a viernes con regularidad. Toda su corte trabaja intensamente para tenerlo contento. Desde el mayordomo hasta el ujier, el chambelán y el canciller, sin olvidar al ejército de bufones y al mozo del bacín, todos pasan horas dando likes a sus fotografías, retuits a sus tuits, esparciendo su discurso.

Como es un rey austero, ha prescindido del sumiller de Cámara y del escanciador pues prefiere el jugo de caña al pie del trapiche y desprecia las aguas puercas embotelladas. En su entorno, sin embargo, la cetrería se ha elevado al rango de arte y las aves de presa caen sobre todo aquel que ose perturbar la paz espiritual de El Señor, aunque a la víctima le hayan matado a tres mujeres y seis niños de su familia.

Está feliz con las redes sociales, dice que ya no es como antes, cuando no existían. Y tiene mucha razón: hace 20 años, como resume Alessandro Baricco, no existían Facebook, Skipe, Youtube, Twitter, Spotify, Netflix, Instragram, Whatsapp, Tinder, Pinterest, entre otras maravillas que multiplican el narcicismo de la selfie, el comercio y el efecto de la política.

Algunos allegados del rey se dieron cuenta del cambio y, al mismo tiempo que hacían negocios fabulosos con la apología del narco, construían granjas de bots para halagarlo. No sabían entonces lo que el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, reveló en marzo de 2018 en el Congreso de Estados Unidos: que las redes están construidas con un algoritmo que da a los usuarios la respuesta que quieren ver, la confirmación de sus prejuicios, las ideas similares a las suyas, su reflejo en el espejo.

Quizá el rey no lo sabe, o si lo sabe prefiere fingir que lo desconoce, y todas las mañanas, como la bruja del cuento, va a las redes sociales y les pregunta: “espejito, espejito, ¿quién es el mejor de la historia?” y el algoritmo le responde: “tú mi Señor, mira: todos te aman”. De tanto ir, el rey Narciso cree que la verdad y sus deseos son una y la misma cosa, que su palabra obra el milagro de transformar la realidad y que será el más grande en la historia del reino.

La corte, siempre atenta, busca adivinar y satisfacer los deseos del rey. Si por casualidad llega a caer en su mesa un libro sobre tecnología y redes sociales, inmediatamente lo apartan de su vista y colocan en su lugar algún texto de historia de algún escritor nacional, ya que el rey tiene pasión por ella y se piensa el mejor historiador de su reino. No se vaya a encontrar párrafos como el siguiente, de Michiko Kakatumi, en su libro La muerte de la verdad:

“Facebook, Twitter, YouTube y muchas otras webs emplean algoritmos que personalizan la información que vemos, y que se corta a medida tomando como base los datos que previamente han ido recogiendo sobre nosotros”

O como este otro de Eli Pariser, de su libro El filtro burbuja:

“En los sondeos, la inmensa mayoría de nosotros asumimos que los motores de búsqueda son imparciales. Pero eso se debe sólo a que cada vez están más sesgados: sesgados para ajustarse a nuestra propia opinión. Cada vez más, el monitor de nuestro ordenador es una especie de espejo que refleja nuestros propios intereses, mientras los que observan los algoritmos miran dónde hacemos clic”.

Así, cuando el rey Narciso ve en las redes sociales sólo cosas que le gustan, sus cortesanos presentan como triunfo suyo lo que hacen los algoritmos. No pueden hacer otra pues deben su ascenso y su permanencia en la Corte a la voluntad del Rey. De la misma manera que deben reírse de sus chistes sosos, aceptan voluntariamente que su sumisión debe ser incondicional, y punto.

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