En el montaje mañanero, el presidente ha inaugurado un nuevo ritual, el “Quién es quién en las mentiras”. Más allá de la paradoja de que sea el presidente más mentiroso de la historia quien encabece un ejercicio con ese nombre, la sección se parece, como afirma más de un analista, a los dos minutos del odio descritos por Orwell en 1984. Pero aún hay más. Me atrevo a apuntar que se trata, también, de un esfuerzo deliberado por divinizar al presidente.
El presidente se ha ganado a pulso su calificación de mentiroso compulsivo. Luis Estrada ha obtenido fama y prestigio por su acucioso seguimiento de las escenificaciones mañaneras, donde el Ejecutivo es aplaudido por acólitos disfrazados de periodistas, mientras pronuncia un promedio de 88 mentiras diarias. En menos de tres años de gobierno ha dicho casi el doble de las mentiras que dijo Donald Trump en sus 4 años en la presidencia de Estados Unidos.
Las mentiras, tarde o temprano, terminan por minar la credibilidad de un gobierno, simplemente porque son muchas y la realidad las desmiente un día tras otro. Las palabras y las acciones del presidente indican que ha decido acentuar la polarización del país y que ahora apuesta, se infiere, a que la capa más pobre del país sostendrá en el poder a su grupo político. Ataca a la prensa independiente y a la clase media porque cree que ya no las necesitará en 2024, pues los programas sociales le darán los 30 millones de votos que necesita.
En este marco, entre los objetivos de la nueva sección del montaje está divinizar al presidente, conferirle la cualidad que sólo tiene Dios: la verdad absoluta. En esa lógica, la única verdad es la que dice el presidente y cualquier hecho o argumento que lo desmienta, es mentira. En las sesiones, la conductora apela a la frase “lo dijo el presidente” como criterio de verdad. Este recurso ilustra otro fenómeno: los funcionarios hablan solamente para ser escuchados por el presidente y dicen lo que el presidente quiere oír. Entre otras cosas, que es infalible y que tiene la verdad.
El mecanismo es sencillo y de fácil comprensión para las capas menos ilustradas de la sociedad: el presidente anuncia algo –que acabó con la corrupción o que abolió el neoliberalismo, da lo mismo- y todos deben aceptarlo, como si bastara su palabra para que algo así pudiera ocurrir. Su círculo cercano y su gobierno quedan obligados a repetir incansablemente que sí, que efectivamente ocurrió, como si Dios mismo lo hubiera decidido. Pero mucho me temo que ni Dios padre podría hacerlo porque se lo impediría el libre albedrío.
José Woldenberg y Ricardo Becerra han explicado en “Balance temprano desde la izquierda democrática” lo siguiente: “eso que existe sólo en el discurso, pero no en la realidad se llama nominalismo. El nominalismo no requiere de la realidad, vive en sí mismo. Sus enunciados son autorreferentes porque lo que se nombra es… aunque sólo sea en los dichos. En sí mismo el nominalismo es preocupante porque construye una realidad inexistente, aunque legiones puedan creer en ella. Es más, los que explotan el nominalismo saben que al enunciar algo nos serán pocos los que –entiendan- que ya existe lo enunciado. Pero creer que, al declarar una cosa, ésta de manera automática se convierte en realidad puede llevar a espejismos delirantes”.
El “Quién es quién en las mentiras” resulta, entonces, un esfuerzo por llevar a las audiencias de los montajes mañaneros la realidad alternativa que construye el presidente con su extensa imaginación. La imagen del presidente se pone por encima del interés nacional y de la verdad. No importa que sea un político sin palabra. Uno que ofreció bajar el precio de las gasolinas a diez pesos y no lo hizo. Que ofreció por escrito mantener las estancias infantiles y a pesar de eso las suprimió. O que prometió retirar al Ejército de las calles e hizo todo lo contrario.
La divinización del presidente, sin embargo, encuentra un obstáculo mayúsculo: la realidad. Los graves errores en materia económica y en seguridad seguirán pasándole la factura al gobierno. Las inversiones no llegarán como debieran por el clima de incertidumbre desatado desde la cancelación del aeropuerto de Texcoco. Los grupos del crimen organizado interpretan la política de “abrazos, no balazos” como una licencia para matar. Así que, por más que insistan, la propaganda podrá tener efecto momentáneo, pero no alcanzará para que el presidente prolongue su mandato o, en otro escenario, imponga un maximato.