El gusto por el pedestal y la adicción al incienso son siempre malos consejeros para un gobernante. Cuando eso ocurre, empieza por no reconocer los hechos que contradicen su narrativa y ordena a sus subordinados conspirar contra la verdad para imponer su propia versión. El abuso de ese recurso acaba con la credibilidad necesaria para gobernar, como está ocurriendo con el caso del coronavirus.

La conspiración contra la verdad anula la posibilidad de enmendar los errores a partir de un diagnóstico correcto y cancela toda posibilidad de diálogo con quienes piensan distinto. El gobierno se encierra con sus propios fantasmas y sus prejuicios ideológicos, se niega a ver la realidad y toma medidas contraproducentes, como cruzarse de brazos ante la necesidad de defender un millón 700 mil empleos que podrían perderse si la economía cae a menos 7 por ciento, según previsión de JPMorgan.

A un año y tres meses de gobierno, resulta meridianamente clara la incapacidad de un gobierno que, como presumió el presidente, fue seleccionado con base en el uno por ciento de capacidad. Si primero comparamos las promesas con las acciones y, después, los resultados con las reacciones oficiales, la impericia en la administración y el deseo de manipular los datos es evidente, además de la necedad de mantenerse en el rumbo equivocado.

En cuanto a las promesas, las medidas tomadas traicionaron el proyecto con el que persuadieron a 30 millones en campaña y quedó reducido a una serie de frases propagandísticas, como bajar el precio de las gasolinas y crear un millón 200 empleos, crecer al 6 por ciento el último año del sexenio. En relación con los resultados, el gobierno se niega a aceptar la evidencia y recurre a la mentira como política de gobierno.

En cuanto a las acciones o, más bien, la falta de ellas, nada revela mejor el carácter del gobierno que el azoro, la pasividad, la descoordinación y la tardanza ante la crisis sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus y la caída del precio internacional del petróleo. Como ocurrió en 1985, la sociedad civil rebasó al gobierno y asumió desde antes, merced a la experiencia que nos dejó el virus AH1N1, medidas de autoprotección. Fue la Organización Mundial de la Salud la que advirtió primero que ya estábamos en la etapa 2 de la pandemia.

Incluso antes de asumir el poder, el gobierno se consideró a sí mismo la encarnación absoluta del bien y quiso imponer a los demás no sólo su Constitución Moral sino también sus “otros números”. Los primeros tres meses de este año han subrayado su fracaso, pero, lejos de rectificar, se alienta desde altas esferas del poder una sordidez canallesca, ruin e inhumana en redes sociales, no sólo contra los críticos, sino incluso contra las víctimas y los amigos de antes que hoy se atreven a dudar.

La historia registra muchos casos donde el gobierno conspiró contra la verdad para imponer su versión. De tal suerte, lo que está ocurriendo en México no es nada nuevo, pero no hay que pasarlo por alto. Al revés, conviene tenerlo presente porque la joven vida democrática del país está en peligro y para defenderla hay que recurrir a la verdad.

El gobierno quiere que lo alabemos por sus intenciones y que nos quedemos callados ante sus resultados. Quiere aplausos porque incorporó en el Plan Nacional de Desarrollo el objetivo de hacer crecer el Producto Interno Bruto al 6 por ciento y silencio ante las medidas que paralizaron la economía, especialmente ante el desplante machista de cancelar el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México para demostrar quién manda y no está de florero, aunque todo el mundo sepa que ahora está pendiente de las órdenes del presidente de Estados Unidos.

El gobierno falta a su obligación de comportarse con verdad y confunde los deseos del presidente con la realidad del país. En este gobierno no saben escuchar y tampoco saben responder sin odio. El pedestal es mal lugar para corregir. El Rey, objetan sus acólitos, puede estar desnudo pero es El Rey y todos a callar y obedecer. Pero de que urge un cambio de rumbo, urge.

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