Para muchos los días que vienen serán ocasión de reposo y hasta de relajo, para otros, será ocasión de recogimiento y reflexión. El hecho es que los días santos son la última pausa que se pone a los tiempos políticos que marcan a una elección nacional. Por ello, es conveniente abrir un espacio a la memoria, para ver de dónde venimos y dónde estamos a fin de aclarar los caminos que se abren a los electores el primer domingo de junio de este año.
A partir de la crisis económica marcada por el gobierno de López Portillo, se abrió paso un proceso lento pero constante, de una profunda modernización política, económica y social del país. Durante décadas, existió un régimen político que sostuvo la estabilidad social del país a partir de un modelo clientelar, mediante el cual, los recursos presupuestales eran dirigidos para sofocar cualquier foco de desestabilización. Los controles gremiales y la cooptación de los descontentos, eran las tácticas sobre las cuales descansaba el control político del país. Este modelo exigía una enorme concentración del poder. Desde el panóptico presidencial se implementaban los equilibrios sobre los que se solucionaba la conflictividad existente.
Existía un remanente de represión dirigido a ahogar la manifestación y el crecimiento de la oposición política. El lema era “Dentro del Partido todo, fuera del Partido nada”. La confusión de Partido y Estado daba lugar a continuos fraudes electorales con pretextos patrióticos. Alguna vez, un viejo dinosaurio me confesaba que para ellos, una victoria de la oposición implicaba una fractura del Estado. De ese tamaño era el sectarismo político en el país.
Sin embargo, la crisis económica de principios de los ochenta demostró los límites y fallas profundas que afectaban al régimen político. Las constantes devaluaciones y la pérdida de confianza que dio lugar a la fuga de capitales, pusieron al gobierno en una situación de iliquidez. Esto impidió arreglar todos los problemas políticos con dinero. Simple y sencillamente, el ogro filantrópico comenzó a negar peticiones y exigencias diversas. La oposición que se había mantenido en magnitudes simbólicas, sin fuerza real, comenzó a crecer y la capacidad del régimen de contener este crecimiento se fue debilitando. La corrupción política que había sido encubierta por el control de la información, se fue transparentando a partir del enojo de muchos, dentro y fuera del sistema político.
Aunado a esto, se abrió una fuerte división en la clase política tradicional con un fuerte sesgo generacional. Por un lado, estaban los políticos tradicionales paralizados por la falta de recursos y por el otro, los jóvenes modernizadores. Éstos, promovían un programa de reinserción de México en el mundo y un crecimiento económico donde los sectores privado y social aumentaran su capacidad de maniobra para fomentar la actividad económica.
La complejidad del país ya no permitía que las soluciones se concentraran y dependieran exclusivamente en la capacidad de atención del Presidente de la República. Ello abrió la transición democrática en el país. Sólo una redistribución del poder político y una mayor participación de la sociedad, podían enfrentar de manera adecuada a la problemática mexicana. Para ello, era fundamental pasar de un régimen de reglas no escritas, y por ende discrecionales, a uno de reglas escritas más estable y predecible. Esto dio lugar a la consolidación de organismos autónomos que van desde el poder judicial o el árbitro electoral, al Banco de México y a comisiones reguladoras de actividades concesionadas por el Estado, a fin de mitigar la arbitrariedad política. Se trataba de que los argumentos tuvieran mayores pesos que los intereses políticos. En este sentido, se requerían de autoridades imparciales y técnicas que aplicaran las reglas de manera racional y razonable.
Si bien muchos de estos objetivos se cumplieron, tres grandes pendientes lastraron al proyecto de modernización del país. En primer lugar, creció la inseguridad en el país, en buena medida debido a la desconfianza que en la generación de los ochenta existía sobre los cuerpos de seguridad, y en una relativa privatización de la arbitrariedad policiaca que engrosó al fenómeno de la delincuencia organizada. En segundo lugar, el tema de la corrupción política. La pluralidad política que fue creciendo en México tuvo un efecto colateral no deseado. El equilibrio de fuerzas necesario para lograr los consensos políticos que requerían los cambios en el país dio lugar a una impunidad relativa al neutralizarse los mecanismos de persecución de la corrupción para favorecer el consenso. Y un último factor, el más doloroso de todos, fue la persistencia de una inequidad en la distribución del ingreso, en donde buena parte de las elites del país no supieron implementar un programa eficaz que incluyera a los más pobres y a los desplazados por la globalización.
Así en el 2018, implosionó el régimen de partidos y se depositó una gran dosis de poder político en el Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador. Los escándalos de corrupción y los excesos de la violencia en el país, orientaron un voto de rechazo a los partidos políticos tradicionales que fue capitalizado por el político que se mantuvo al margen del proceso transformador del país. Ello y una amnistía no declarada en favor del régimen anterior, allanó el camino a la votación más copiosa en favor de una candidatura presidencial en un contexto democrático. A esto colaboró también la disposición del gobierno anterior, para diluir a la oposición mediante la estigmatización a uno de los principales candidatos opositores.
Lo paradójico es que ahora en el 2024, ninguno de los tres problemas que he enunciado fueron resueltos. Las cifras hablan de un aumento de la violencia en el país a pesar de una militarización más intensa en las tareas públicas. A su vez, los controles que se habían implementado para combatir la corrupción (y que dieron lugar a su transparentación y condena social) se han desmantelado. La opacidad en la asignación de adquisiciones y contratos de obra pública ha crecido y con ello, la incapacidad de la sociedad para medir diligentemente la eficiencia y probidad de la administración. Por último, la desigualdad campea. Es cierto que han aumentado los programas de gasto enfocados a ciertos grupos vulnerables, pero ello ha sido a partir del desmantelamiento de servicios públicos en materia de salud, educación, desarrollo científico e infraestructura que afectan seriamente la calidad de vida de los más pobres y débiles. Esto ocurre en un clima de polarización política en donde el gobierno no asume ninguna responsabilidad y sólo culpa a los demás de sus fracasos.
Y así nos llega el 2 de junio.