Por más que Claudia Sheinbaum se esmere en repetir que no se subordina ante nadie, los hechos de su incipiente presidencia sugieren lo contrario. No se trata de una obediencia declarada, sino de una forma sutil y peligrosa de subordinación estructural. A veces por cálculo, otras por lealtad, y otras más por temor, Sheinbaum ha dado señales de que su gobierno no se rige con independencia plena frente a López Obrador, frente a Trump y, quizá lo más grave, frente a poderes que trascienden el aparato del Estado: crimen organizado, Congreso y sindicatos radicales.

La primera subordinación es la más evidente: la de López Obrador, su mentor político, su promotor incansable y el arquitecto de su candidatura. Desde el primer día, Sheinbaum ha hecho todo lo posible por preservar el proyecto de su antecesor: mantuvo el esquema de conferencias matutinas, dio continuidad a la militarización de obras públicas, respaldó la desaparición de organismos autónomos y firmó sin «moverle una coma» la iniciativa para reformar el Poder Judicial en los términos más radicales del obradorismo. La retórica de continuidad ha sido tan explícita que sus propios votantes comienzan a preguntarse si ella manda… o administra.

En teoría, cuenta con un Congreso afín pero, en la práctica, ese Congreso no le responde a ella, sino al residente de La Chingada, quien sigue marcando la pauta desde el sur. Las reformas no se discuten, se aprueban, las propuestas no se matizan, se replican, y el movimiento no se construye con liderazgo presente, sino con fidelidad retroactiva. Sheinbaum puede ser la jefa del Estado, pero el jefe político sigue siendo otro.

Y cuando se trata de educación, la subordinación tiene nombre propio: CNTE. En los primeros días de su mandato, Sheinbaum cedió frente a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación —el ala más dura y clientelar del magisterio— ofreciendo mesas de diálogo, recursos y compromisos sin exigir a cambio transparencia ni evaluación. La Coordinadora, que no reconoce al Estado sino lo chantajea con bloqueos, mantiene su poder intacto. El mensaje fue claro: no habrá confrontación, aunque eso implique sacrificar calidad educativa, gobernabilidad o legalidad. Con la presidenta atrapada en su discurso antibeligerante —otra de sus herencias malditas—, la CNTE tiene el campo libre para delinquir y cobrar por ello. Resulta irónico que una científica, formada en la razón y la evidencia, conceda tanto poder a quienes desprecian la evaluación, el conocimiento y el mérito.

Fuera del país, Donald Trump ha ejercido una presión brutal desde su regreso a la Casa Blanca: amenazas arancelarias, exigencias de militarizar la frontera sur, acusaciones de permisividad con los cárteles. La respuesta del gobierno mexicano ha sido sumisa. Aceptó el despliegue de 10 mil miembros de la Guardia Nacional en el norte del país, extraditó a 29 presuntos criminales y accedió a negociaciones comerciales bajo coacción. Mientras el discurso público repite «cooperación sí, subordinación no», la realidad muestra a una presidencia más reactiva que soberana.

El frente más inquietante, sin embargo, sigue siendo la relación con el crimen organizado. Hasta ahora, no se ha detenido a un solo capo en territorio nacional bajo el gobierno de Sheinbaum. Las grandes capturas —cuando ocurren— vienen de agencias estadounidenses. Mientras los grupos dominantes operan sin freno visible en vastas regiones de México, la autoridad parece limitarse a observar.

No lejos, en términos de inquietud, la relación creciente entre el Gobierno y las organizaciones castrenses, extralimitadas en sus encargos, impunes por ley y —gracias a la funesta aprobación de la Ley Espía, convertidas recientemente en el ominoso Gran Hermano del «1984» de Orwell, nos hace cuestionarnos una perturbadora paradoja: estamos ante una izquierda (¿?) con serios matices fascistas.

En este contexto, destaca un contrasentido: el gobierno ha realizado acciones exitosas contra el contrabando de huachicol —refinerías clandestinas desmanteladas, barcos y transportes requisados, tomas ilegales selladas—, pero no ha tocado a los líderes reales de esa red criminal y política. Se persigue al operador, pero no al patrón, se castiga la fuga, pero no se toca el contubernio, se limpia la superficie, pero sin escarbar para no encontrar el fango maloliente.

Y es que llegar al fondo sería tocar a quienes lo protegen o se benefician de él. Ahí emergen nombres incómodos: secretarios de Estado, gobernadores y congresistas están siendo investigados por agencias de EE. UU. por presuntos nexos con redes de contrabando transfronterizo. Si uno solo de los líderes criminales cae, podría arrastrar con él a medio aparato político y al círculo íntimo del expresidente. Tal vez por eso la negativa inamovible de investigar a los de arriba, tal vez por eso el combate se concentra en los eslabones débiles.

Aun así, Sheinbaum insiste en que gobierna con firmeza, inteligencia y soberanía. Pero el silencio sobre los capos, la mansedumbre ante Washington, la docilidad ante la CNTE, la obediencia ciega del Congreso, no a ella sino al mandato residual del expresidente, y la sombra omnipresente de su antecesor configuran una presidencia atada por las alianzas que la llevaron al poder, por las lealtades heredadas y por los pactos no escritos que sostienen su aparente estabilidad.

Quizás aún haya tiempo para romper esa dinámica y Sheinbaum siga esperando su momento para emanciparse, a pesar de que ya es la responsable directa del daño que se le ha infligido al país. Pero cada día que pasa sin mover el tablero refuerza la percepción de que no gobierna desde el poder, sino desde la cautela.

Porque por más que lo niegue, los verdaderos centros de decisión —dentro y fuera del país— no parecen estar subordinados a ella.

Y eso, en política, también es una forma de subordinación.

fdebuen@hotmail.com

X: @ferdebuen

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