Hablo desde la ausencia de rencor. Si algo le tengo que agradecer a la vida, aparte de mis irremplazables lazos afectivos, es que no practico el rencor, porque simplemente no se me adhiere en forma alguna. Cuando me siento injustamente ofendido, mis corajes y exabruptos suelen disiparse en minutos y, si llegan a resultar muy graves, los descargo en hojas de papel o en mi computadora, donde al teclear palabras borro el resentimiento; si bien no siempre olvido del todo la causa que provocó el entuerto, no me representa esfuerzo alguno que el hecho deje de determinar mi conducta ante mi supuesto agresor.
El DRAE define al rencor como «resentimiento arraigado y tenaz». En psicología, se entiende como un estado emocional persistente que surge de un agravio no resuelto y que condiciona la conducta del individuo hacia el responsable de dicho agravio; es la memoria emocional de un daño que nunca se procesa del todo.
Pero es también un eslabón de una cadena maldita que va de la agresión al daño, al rencor, al odio, al resentimiento y culmina con el deseo de venganza. Aunque desafortunadamente no sucede en todos los casos, un eslabón puede cerrar esta ristra con algo positivo: el arrepentimiento.
Las consecuencias pueden ser nefastas cuando la mezcla de estos actos corre por cuenta de un líder, un director de empresa o el presidente de una nación, de forma que sus decisiones de gobierno son el resultado de un capricho personal, más que de la defensa de los intereses del país.
Es de todos sabido que López Obrador gobernó con la tripa y en el cumplimiento de su voluntad —ayudado por un Congreso incondicional— afectó a quienes aborrece, sin importarle haberse llevado entre las patas a decenas de miles o, peor aún, a la estructura completa de un país. De la larga lista, valga el ejemplo de la destrucción del Poder Judicial, decisión que tomó solo porque un par de ministros que él mismo nombró no se alinearon a sus decisiones anticonstitucionales. Un patrón parecido se repite en la Refinería de Dos Bocas, el AIFA o el Tren Maya: proyectos donde el capricho personal se impuso sobre la evidencia técnica.
El problema parece ser que entre sus incondicionales está la propia presidenta de México, quien no solo celebra la sumisión a su tutor —como lo hizo el sábado pasado en el Zócalo— sino que le ha cumplido con todas y cada una de las tareas que le encargó. Ello está provocando que su popularidad descienda día con día, que el país se vuelva poco propicio para la inversión y que se endeude en forma grotesca solo para mantener viva a su base electoral. No es fácil afirmar que Claudia Sheinbaum sea igual de rencorosa que su antecesor, pero definitivamente es una mujer sumisa, totalmente sometida a los designios de su padre político.
Su capacidad de análisis y criterio público tampoco le ayuda mucho y no se necesita saber el resultado de una escala Wechsler (prueba de coeficiente intelectual) para notarlo: basta juzgarla por algunos de sus actos recientes. ¿Cómo podría considerarse un acto de sagacidad que afirme que su administración no ejerce la violencia, cuando las redes —que ella no puede controlar— muestran escenas de sus no-granaderos propinando agresiones graves, patadas en el piso, toletazos y baños de gases lacrimógenos? ¿O cuando asegura que el país va muy bien, mientras las mismas redes se llenan de gráficas de fuga de capitales, deuda e inseguridad? ¿Cómo espera que la sociedad le crea que han bajado los homicidios cuando todos los días aparecen pruebas irrefutables de que un gran porcentaje de los asesinados se mandan a la lista de desaparecidos? ¿Quién puede confiar en su gobierno cuando es incapaz de juzgar a políticos de su movimiento comprobadamente ligados al crimen organizado? ¿Qué necesita la primera mandataria de México para entender que la población ya no se traga tanta mentira? Solo hay una respuesta: lucidez.
La diferencia entre Claudia y Andrés Manuel estriba en la forma de ejercer el poder. Él es un cínico con un instinto político feroz, capaz de convertir la ignorancia —la propia y la ajena— en arma política. Ella, sin ser ignorante, no posee la lucidez emocional necesaria para atrapar a las audiencias con su discurso.
En conclusión, desde hace siete años, más allá de la natural motivación de adueñarse del poder y cerrar las puertas al posible retorno de la democracia, vivimos en un país que depende del hígado de quien lo gobernó durante seis años y sigue ejerciendo el poder por interpósita persona hasta hoy. Desde antes del 2006, sus resentimientos han guiado su camino y sus discípulos, como Sheinbaum, serían capaces de inmolarse —en sentido figurado, aunque en los hechos ya lo están haciendo— por amor al líder.
La tragedia no es que un país sea gobernado por el rencor de un hombre, sino que su sucesora renuncie a tener voluntad propia. México no carga solo con el hígado de un líder: carga con la docilidad de quien acepta prolongarlo. Y mientras la política siga regida por emociones enfermizas y obediencias ciegas, cualquier posibilidad de reconstrucción continuará postergada.
X/Substack: @ferdebuen

