El primer aniversario de Claudia Sheinbaum en la presidencia encuentra al país en un terreno movedizo, cargado de contradicciones y presiones que ponen a prueba su liderazgo y la capacidad de su grupo político para sostener un proyecto que se anunciaba como transformador. A diferencia de sus antecesores, ella no llegó sola, pues heredó un aparato que fue cuidadosamente tejido por Andrés Manuel López Obrador, quien en su retiro político dejó colocados a sus incondicionales en puestos clave de la administración, con la intención de mantener un control que se confunde con tutela.

En esos primeros meses, la presidenta optó por protegerse bajo la sombra del gran elector. Repitió los mismos eslóganes populistas y la muletilla triunfalista del «vamos muy bien», mientras consolidaba su popularidad con nuevos programas de apoyo económico. Como resultado de tal dispendio, su popularidad creció hasta superar a la de López Obrador. ¿Quién lo habría imaginado un año antes?

La estrategia se apuntaló con la cooptación de medios afines y el hostigamiento creciente a periodistas, comunicadores críticos y hasta ciudadanos que se atrevieran a externar su inconformidad. Cuando surgieron acusaciones de censura o amenazas contra la prensa, la presidenta respondió —parafraseando a su antecesor—, que en México se goza de plena libertad de expresión. La constante reiteración de tal afirmación solo debilitó su voz ante la opinión pública.

La estabilidad aparente se quebró cuando desde Washington llegó un terremoto político. Donald Trump, de vuelta en la Casa Blanca, acompañado ahora por su secretario de Estado, Marco Rubio, declaró abiertamente que el gobierno mexicano mantiene una «alianza intolerable» con el crimen organizado. El golpe fue demoledor y, para contener la tormenta, Sheinbaum entregó con cuestionable legalidad a 55 miembros del crimen organizado, entre ellos Rafael Caro Quintero, probablemente el criminal más buscado por aquel país desde hace cuatro décadas, por el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena. La medida, que nos hizo imaginar a la gran sacerdotisa ofreciendo el corazón del capo al sol naranja en la Piedra de Sacrificios del Templo Mayor, resultó insuficiente.

El discurso de combate a la corrupción heredado de López Obrador, se vino abajo con tres revelaciones devastadoras: primero, se documentó que Hernán Bermúdez Requena, quien fuera secretario de Seguridad de Adán Augusto López en Tabasco, era el dirigente de La Barredora, grupo criminal ligado al Cártel Jalisco Nueva Generación; acto seguido, importantes cuadros de Morena se separaron de la «pobreza franciscana» que pregonaba el fundador y lucieron su impúdica riqueza en viajes al extranjero, joyas e inmuebles, que evidentemente están más allá de sus ingresos como servidores públicos; después, salió a la luz el fraude más grande de la historia nacional: el Huachicol Fiscal, una red gigantesca de contrabando de combustibles en la que está presuntamente involucrado un hijo del propio expresidente, de acuerdo con el expediente de la FGR filtrado a medios. Que los sobrinos del entonces secretario de Marina hubieran participado ya era grave; que un López Beltrán apareciera en los documentos lo volvió un escándalo mayor, porque derrumbó la narrativa de la «honestidad valiente» que sustentó al obradorismo durante dos décadas.

Sheinbaum reaccionó con un intento desesperado por proteger al cuestionado Adán Augusto y a los hijos de López Obrador, lo que causó que su propia herida se abriera demasiado, provocándole una hemorragia considerable.

Para seguir saciando a Washington, la presidenta dio un giro inesperado y decidió contradecir públicamente a su mentor, ordenando la destrucción masiva de los otrora inexistentes laboratorios de metanfetaminas y fentanilo, además de un operativo nacional contra el tráfico de huachicol. No ha tocado a los peces gordos porque sabe lo que encontraría en la punta del témpano, pero mostró su disposición a asumir un nuevo discurso de cooperación bilateral, aunque cada golpe al crimen organizado debilite al propio López Obrador y a su tan anhelado legado.

Mientras tanto, la situación económica empeora. El país duplicó su deuda en apenas siete años, la Reforma Judicial desplomó la confianza de los inversionistas y, con ello, la llegada de capital fresco del extranjero se detuvo. Para completar el siniestro cuadro, el Congreso discute una nueva Ley de Amparo que limitaría aún más la capacidad de ciudadanos y empresas para defenderse del Estado. Esa reforma, sumada a la nefasta judicial y a la electoral que viene en camino, nos acerca a una crisis económica y social de pronósticos reservados. Sin contrapesos, no hay inversión.

Sobreponiendo el fervor autoritario al quehacer político, Claudia Sheinbaum cumple su primer año de gobierno. El período de gracia se ha agotado y el margen para culpar a otros se estrecha. Debe decidir si ejercer de una vez la presidencia como un mandato propio, o seguir siendo la administradora de uno ajeno, con la figura del tlatoani tabasqueño rondando cada decisión. Antes que el deseo de definir su sitio en la historia, Sheinbaum debe asegurarse de sobrevivir a la Revocación de Mandato de 2027, la ominosa sombra del fuego amigo.

Lejos de festinar la continuidad de un gobierno que presumía su acercamiento con los pobres, la abrumadora realidad atrapó ya a la ocupante de la Silla del Águila y debe elegir entre ejercer su encargo o seguir extendiendo el de su antecesor. Para superar la decisión de 2027 debe volverse la figura central de su movimiento, lo que no será difícil, conociendo que la traición es parte del ADN del partido.

Si lo logra, el término «amliversario» no trascenderá al 2025.

Ella sí.

fdebuen@hotmail.com

X: ferdebuen

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