Soy el gandalla que comete su primer robo, solo porque puedo; soy el que se detiene en la carretera al ver un camión volcado, no para asistir al conductor, sino para robarme la tele, la lavadora, el papel sanitario o la mercancía que encuentre; soy el que le canta al Mencho y el que baila los tumbados, soy el cobrador de piso, el invasor de casas, el alcalde que obedece órdenes del Ardillo; soy el que bloquea carreteras, el que roba autos, el que asalta transeúntes, el que cierra negocios por cualquier excusa; soy el que mata niños, el que perdona a asesinos, el que alega que no se trata de huesos humanos, sino de animales; soy el que perdona al Cuau, el que comercia huachicol, el que pone sobreprecios a medicinas, el que vende balasto y soborna para que no lo rechacen; soy el empresario que mira a otro lado a cambio de contratos; el general contratista de la Defensa, el invidente a sueldo de la Guardia Nacional; soy el que destruye a México por obediencia al señor de La Chingada, el que se pasa la ley por el arco del triunfo, el que blinda a sus políticos tramposos, el que roba antes para que otros no roben después; soy el que soborna a funcionarios, el que pide sobornos, el que vende su voto y el que lo compra.

Soy Andrés Manuel, soy Claudia, soy Ricardo, soy Adán, soy Gerardo, soy Sergio, soy Pedro, soy Rubén, soy Mario, soy Américo, soy Rocío, soy Alito, soy Marko, soy Dante, soy Samuel, soy Andrea, soy Félix, soy Delfina, soy Guadalupe, soy Mónica, soy los dos Felipes, soy Miguel Ángel, soy todos los demás; soy México, soy la corrupción, ella y yo somos uno mismo.

En una reciente encuesta presentada por Carlos Loret de Mola, elaborada por Lorena Becerra, la presidenta Claudia Sheinbaum alcanza una aprobación del 80%, a pesar de que la mayoría de la población percibe a su gobierno como corrupto. Es decir, en México la corrupción ya no mina el prestigio: es parte del ADN nacional.

Lo decía en 2014 el entonces presidente Enrique Peña Nieto: «La corrupción en México es una debilidad de orden cultural». La frase, aunque sonó hueca e hipócrita viniendo de quien encabezaba el gobierno más corrupto hasta ese momento, no dejaba de tener razón. La corrupción en México es bilateral. No solo involucra a quien ostenta el poder, sino también al ciudadano que soborna para resolver un trámite o acelerar una gestión.

En la práctica, la sociedad mexicana ya no ve a la corrupción como una falta grave. Por eso, aunque Andrés Manuel López Obrador es el presidente más popular en tiempos modernos, el 62% de los encuestados considera que debería ser investigado por sus vínculos con el crimen organizado, porcentaje que sube al 68% cuando se habla de sus herederos. Aun así, su hijo Andrés Manuel López Beltrán lidera las encuestas para la próxima sucesión presidencial. ¿Y la corrupción, apá?

La gran masa de votantes de Morena en la pasada elección presidencial provino de los beneficiarios de programas sociales. Cuando se vive en condiciones de necesidad extrema, la prioridad es la supervivencia, no la pureza ética. Si un político, aunque corrupto, lleva programas sociales, becas, apoyos, despensas, trabajo o servicios, se vuelve valioso. La corrupción resulta secundaria o irrelevante. En términos más simples, «todos los políticos roban, pero al menos, este nos ayuda».

Según la misma encuesta, el principal problema que perciben los mexicanos es la inseguridad (64%). La corrupción ocupa un lejano segundo lugar (11%). Esta separación es peligrosa, porque la violencia es, en gran medida, hija directa de la corrupción. Mientras no se entienda esa conexión, no habrá solución de fondo.

Algunos me tildarán de exagerado, pero es un hecho que a los habitantes de este país nos sorprende más el llevar a cabo un trámite que se complete por la vía legal, que a través del pago de dádivas.

En los tiempos actuales, la corrupción ha hecho metástasis en el cuerpo de la patria. Si bien antes consistía en dar mordidas y moches, hoy se ha extendido a intercambios con el crimen organizado: financiamiento de campañas a cambio de control territorial, tráfico de drogas y armas, derecho de piso, todo con la complicidad de autoridades y la vista gorda de cuerpos de seguridad. La más afectada: la ciudadanía.

En vez de combatirla, el sistema elimina los contrapesos que podrían frenarla, así como borra el turbio pasado de quienes forman parte de él. La destrucción de los organismos autónomos y el sometimiento del Poder Judicial garantizarán el ejercicio de la impunidad, aún a costa de que, ante la ausencia del Estado de derecho, podría desaparecer la inversión extranjera directa.

El más grave problema con esta crisis es que en la medida que la presidenta Sheinbaum, ya sea por decisión propia o por presiones del exterior —léase Donald Trump— decida atacar la enfermedad, más cerca estará de dañar a las entrañas del sistema que la convirtió en jefa del Estado mexicano, pues la corrupción es el combustible que mueve a esta implacable máquina de poder.  

Combatirla no se resuelve solo con encarcelar a algunos culpables. Hace falta reconstruir la confianza institucional, automatizar procesos evitando la interacción humana, garantizar derechos sociales reales y ofrecer alternativas políticas serias, que no vivan solo de promesas, sino de resultados. Mientras no decidamos erradicarla desde la raíz, seguiremos siendo —todos— parte del problema.

X: @ferdebuen

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